Ureña Rib

Por Fernando Ureña Rib

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Nos gustaba jugar a las palabras.  Dejabas caer sobre la mesa la el nombre “Jardín” y de inmediato empezaban a crecerle florecillas, arbustos, plantas trepadoras, begonias.  Yo traía el abono y sembraba semillas de exóticas especies, construía pérgolas, o con el azadón cavaba una alberca, la llenaba de agua fresca y tú te encargabas de adornarla con cayados blancos.  Nos sentábamos a esperar a que crecieran las buganvilias y de pronto saltaban por los muros, se adueñaban de pedazos de sol y los transformaban en color, como los cristales de un caleidoscopio.

Lo malo era cuando dejabas caer, caprichosamente, algún adjetivo, adverbios de lugar o de tiempo.  Si decías “Jardín japonés”  o “Medieval”  todo era más laborioso y se nos dificultaban las tareas.   Si arrojabas “Edén”,  detrás del sustantivo original venían en tropel manadas de búfalos, gacelas, jirafas, bandadas de pájaros, serpientes.

Entonces entrábamos en disquisiciones filosóficas.  Que si no era una contradicción que Dios haya instigado el pecado con el solo hecho de sembrar, en medio del jardín, algo que él mismo consideraba prohibido.  Que si era justo castigar con pestes y la muerte  a inocentes generaciones venideras.  Entonces nos quedábamos allí, sentados a la mesa, en largas discusiones y nada florecía.

Era mucho mejor cuando lanzabas “Jazz”  a la mesa y la voz del saxofón serpenteaba  entre los acordes del piano y se adelantaba, cruzaba entre cañaverales ondeantes, atravesaba puentes veloces y luego descansaba plácidamente sobre la orilla, para sumergirse en sinuosos laberintos sonoros.  Entonces el piano reaparecía y acompasaba las aguas en una jubilosa fluidez cristalina.

Entonces se te ocurría añadir “Progresivo” a la palabra Jazz y nuestras discusiones no hallaban manera de concluir. Porque yo aseguraba que ese Jazz no elimina las tensiones que provoca, sino que al contrario, las sostiene en un crescendo continuo y enloquecedor. Y ahí volvíamos a enroscarnos en el caos sempiterno.

Así es.  A mí me gustaba jugar contigo a las palabras.  Hasta aquella madrugada en que te levantaste silenciosa y echaste sobre la mesa la palabra “Adiós”.   Y ya nunca volví a verte.