libreta

Por Néstor E. Rodríguez

 

Hace unos días caminaba por los pasillos de la institución canadiense donde trabajo cuando un empleado de mantenimiento empezó a hablarme en una lengua incomprensible. Me abordaba con mucha familiaridad, como si me conociera de toda la vida.

Como desde que me mudé a Norteamérica hace ya varios años he pasado muchísimo trabajo entrenando mi perezoso oído para el inglés, por un momento pensé que lo que aquel señor me decía con tanta emoción era alguna vertiente de esta lengua aún misteriosa para mí.

El facundo empleado repitió su discurso una vez más hasta que mi cara de perdido le dejó entrever que no había forma de que nos entendiéramos. Fue entonces cuando cambió al inglés. Se llamaba Hazam y era tunecino. Al verme, había pensado que yo también era árabe norafricano.

No es la primera vez que reclaman para mí la pertenencia a una cultura distinta a la de mi natal República Dominicana. Tras dieciséis años de vivir en Puerto Rico, la verdad es que no me ha costado mucho habituarme a esta confusión recurrente sobre mi nacionalidad. En un sinnúmero de ocasiones tuve que enfrentar con buen humor la incredulidad de mis interlocutores cuando se enteraban de mi origen: -!Nene, pero si tú no pareces dominicano!

Por mucho tiempo achaqué mi repentina metamorfosis a ese español modulado con inflexiones puertorriqueñas que tuve que incorporar a mi repertorio para sobrevivir a la crudeza de los años de escuela secundaria. Pero mi teoría se vino abajo cuando visité La Habana por primera vez y me di cuenta que podía montarme en los taxis para cubanos y comprar en las librerías populares sin ser confundido con un turista.

Cuando no tengo nada que hacer, como ahora, me da con pensar que más allá de los rasgos fenotípicos que pudieran acercarme a mis pares caribeños, debe haber algo en mi forma de actuar que remite siempre a otro tipo de configuración: un “ademán”, diría el puertorriqueño Antonio S. Pedreira; una “cierta manera”, ripostaría el cubano Antonio Benítez Rojo.

Sea lo que sea, gozo un mundo cada vez que se alinean estas confusiones. Por nada cambiaría la sensación de ver las caras transfigurarse ante la inmediatez de un error de juicio, como pasó con el patriarca de aquella familia saudita que me preguntó en Washington de qué parte de Arabia venía yo, o con aquellas inglesas que en un oscuro pub de Birmingham apostaron una ronda de Guinnes a que yo era turco.

Lejos de causarme desasosiego, vivir confundido entre culturas ha sido positivo en múltiples sentidos. Esa condición indefinible del exilio me ha brindado la oportunidad de ubicarme en un espacio desde el cual es posible repartir mis lealtades y desenvolverme en múltiples ámbitos nacionales con la naturalidad de un nativo. Disfruto cuando me preguntan si soy boricua; y más cuando estoy en San Juan y me presentan como… ¿el dominicano que soy?

 

Nestor