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Por Jimmy Valdéz

Escribo lo más parecido a una frase inaugural leyendo el enésimo gesto escondido de las horas rebasadas en la penumbra que son sus medidas: examino dicha frase acariciando el backspace, recontando los amagos de desmembrar las sospechas diciéndole a mi antojo lo que me muero por decirle y así por fin traicionarme yéndome de paro con todo y amor, esquivo como perro al que le han dado una pedrada en las mismas entrañas de sus costillas…

…Ella y sus altísimos ojos marrones, tan cegados de fuerza, disparando su venenoso ignorarme, cebada de orgullo y a la vez tan frágil; la vi llorar un día, sentí tanto dolor de no poder besar sus lágrimas que desde entonces todo languidece en un vacío que amedrenta hasta el saber decir cómo son las mañanas con esa libertad pretérita tantas veces sumergidas en las yemas de mis manos.

Su altivez, su derruir los flancos de por sí en derrota de lo que puedo llamar mi dignidad, ese gusto de sembrar sus tacones en lo profundo de la garganta, el no saludarme mientras insinúa el gusanito de una sonrisa tan sedienta como mi alma. Ella, absolutamente ella, dueña de mis carnes, sabe que me despierto y no encuentro aire, que toda mi fortuna es de una cruel invencibilidad sometida a su antojo, que cuando me mira lo innumerable echa raíces y entonces ruedo hasta el trazado de las caídas libres.

La he pintado tantas veces, tantas veces la he visto gris, azul, roja. Tantas veces cansada, dolida en lo igual, tramando el desquite. Son las 3 de la mañana y mi desnudez es de una fea debilidad depravada, emblemáticamente encorvada en lo que fue mi día, demasiado quieto y extenso como para escupirme face to face cada agregado… tomé uno de mis lienzos, salí a la calle, por supuesto ella y la ligera llovizna, los trenes, la estación de salida, el importarme un bledo la multitud de un martes en el anden, es ella a secas y nada más.

Camino sorteando los puestos de frutas, los mercaderes del café, el entramado de las nuevas construcciones, luces en rojo, en verde, el reflejo de un cristal que me devuelve la sonrisa herida de las ilusiones y me guardo aquel retrato. Prosigo, doblo al aproximarme al edificio que profetisa el devenir de las acciones bursátiles; un hombre se allega, observa la pintura y clava sus ojos en los míos, nada dice, pero me sigue cuidadosamente leyendo no sé qué cosa.

Quisiera describirlo, tazarlo en las formas de su rostro, disecar el vocablo de su vestimenta, ponerlo en algún lugar cercano y entonces sugerir la más sagaz de las incisiones en el segundero de sus preguntas. Llego a mi trabajo, los guardias de seguridad hacen sus averiguaciones, respondo que aquello me pertenece, que lo he pintado yo y que es un regalo, que no me jodan pues…

Subo hasta el piso siete, soy el primero en mi departamento. De módulo en módulo atravieso el laberinto. Encuentro su escritorio, debajo de este veo sus zapatos, algunos libros, una bufanda, entonces me volteo, dejo la pintura en el módulo del frente. Escribo una breve nota: To Jacky, feel better.