Por Jimmy Valdez
El abuelo Sixto pintaba versos a los que llamó mosaicos (lógico, el abuelo jamás fue dirigente sindical) siendo un hombre sin resentimientos. Sobre mi corazón puso un grano de mostaza (un rumor, la densa nube, la memoria anhelante de sus días en la primera suma de universos) igual conversaba como los militantes viejos en el cumplimiento de su deber (los canales parisinos y la gran fábrica de sus torres) a puerta cerrada era un agitador despiadado (miraba como si te mirara una biblioteca con ese asombro que no llegabas a entender) no seas ingrato (reclamaba) léeme tus poemas, quiero ver si has progresado (yo era un mozo descalzo, un repentino anticipo de montaña rusa) entonces coloreaba una mariposa embrujada (puras blasfemias) y él como una piedra, soneto a soneto (como si se tratase de una varita recta de corrección escolar) ceñía la mañana en la humana manera de un perfume.
Pero esta historia nada tiene que ver con el abuelo Sixto, ni de los rojos plumajes en los hombres de izquierda (los que hicieron valer las roncas voces de sus reclamos en las fábricas de Paris) mas bien, estos trazos (los míos) tienen como objeto y fijación a una mujer (la cual dice haber contado 766 mosaicos en la pared de su baño) toda un anaquel de libros para la desnudez de una ducha.
Imagen: Monique Lassooij
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