Por Elidio La Torre Lagares
En un poema célebre de Mark Strand, Eating Poetry, la domesticación del lenguaje se invierte en la manera que el poeta hablante se animaliza y a su vez se domestica por la poesía. Convertido en perro, el poeta espera el suculento momento en que una bibliotecaria lo alimenta. Como buen can, se implica que el poeta entra en las alacenas de texto en búsqueda de algo que degustar. Pero los perros no son omnívoros.
Es uno de nuestros mayores constructos creer que somos culturalmente homogéneos. Pero en la poesía, todos somos iguales solamente en el derecho que tenemos a escribir de los que nos dé la regalada gana. El recibo de esa factura nos es entregado y queda del consumidor de texto –perro o no– olfatear y comer, o alejarse en rechazo en busca de algo más satisfactorio. Es nuestra prerrogativa canina o, como en mi caso, de lobo estepario.
De la poesía que menos disfruto, es aquella dirigida a satisfacer un gusto general. Es decir, aquella escrita expresamente en pensamiento, palabra, obra y hasta en omisión para hacernos escuchar exactamente lo que queremos. Es una poesía escrita, por un lado, para hacernos pensar en palabras como ‘bello’, ‘precioso’, o ‘hermoso’, sumamente alta en glucosa, y extremadamente dulce al paladar –por lo menos, al mío-. Su registro suele conformarse en el criterio de la corrección política y sus creadores suelen decirse poetas del alma, a la cual tratan como un orden o una inteligencia.
Este tipo de poesía azucarada tiene su público y no hay problema con eso. El problema surge cuando aparece su ‘dopplegänger’, que es una poesía ácida, de difícil comprensión, escrita no con el mero hecho de hacerse consumible en su dulzura, sino que aspira a paladares, digamos, exigentes. Como que el caviar no es para todo el mundo (Una vez escuché a un poeta decir que “el bacalao es mejor”). Esta poesía, al igual que su hermana popular, es aquella escrita para amigos, grupos sectarios, corrillos y otras sociedades afines para las que, aunque no entiendan lo que leen, van a encontrar alguna explicación reforzada en un principio teórico que la valide. Y eso, para el que le guste, también es bueno.
Yo prefiero la poesía que, al probarla, me haga pensar en sus ingredientes. Que tenga aroma y textura, no muy dulce, un tanto salada, que sea de sabor robusto y que sea fuerte sin caer pesada. Que sea una experiencia de los sentidos, a fin de cuentas, una imagen de nuestra finitud e imperfección.
Admiro la dificultad que hay en expresar con simpleza las cosas difíciles –eso es arte; cuando se dice de manera difícil algo que es sencillo, es crítica literaria-. Por eso, la poesía, en tanto es entelequia y a la vez energía, si bien debe satisfacer mi necesidad fisiológica por comer palabras, también debe amañarse a los pareceres del paladar y la lengua, o sea, el gusto, cuerpo, sabor. Y en eso, poesía, comida y sexo se sirven en un mismo plato, pero de eso hablaré otro día.
En todo caso, el mundo es un buffet. Sírvase de lo que usted quiera. Pavlov como quiera tiene razon.
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