Por Denisse Español
Cuando mi madrina murió, la única sensación que invadió mi ser fue el sentimiento de culpa por no haber sufrido en lo más mínimo con su muerte…
Recuerdo haberme hablado a mí misma, decirme que me parecía extraña esa actitud. Me poblaban infinitas cuestionantes por no haber sentido dolor ante su pérdida, por ni siquiera imaginar la posibilidad compasiva de estar yo allí, donde supuestamente se me necesitaba.
Tampoco había sentido deseos de verla en los días antes de su muerte, aun sabiendo que eran sus últimos días de vida. Esa persona cercana, amable y tierna, que solo supo brindar cariños y apoyo, no recibió de mí, ni una despedida. No me interesaba en lo absoluto enfrentarme a esa muerte, a esa partida lenta, anuncio repetido por años de lucha contra un cáncer que decidió acomodarse en sus pulmones. Es lo que pienso ahora, es lo que casi creo. A la vez me viene esa idea horrenda, de que pudo haber sido falta de interés por el prójimo verdadero.
Vagancia espiritual, sí y como resultado, falta total de ese supuesto crecimiento interior que alguna vez asumí como real. Y yo que me quejaba cuando mis padres me llamaban despreocupada e insensible.
No hubo dolor, el mínimo asomo de algún sentimiento frente a la noticia contundente y tajante. Desapego total, una línea constante paralela a suelo. Incomprensible el desconocerme, sorpresa ante mis propias reacciones.
Las cosas cambiaron en el momento de la personificación. Horas de viaje que parecían en vano, charlas no deseadas por parte de mi madre. Finalmente logro llevar mi vago cuerpo al lugar donde debo cumplir, donde debo estar según las reglas familiares y cánones de comportamiento solidario.
Entro al lugar, escurridiza, con ese agobio pubertino vivo y latente aun después de tantos años, infinitos recuerdos de iras pasadas al ver a mis primos, esos imbéciles que frente a mi padre me criticaban por mi forma de vestir, por mi look de descuido constante.
Me escondí tras un manto invisible al verles. Camine hacia ellos, les saludé con resaca moral de no haber estado, hasta hoy, cuando ya no hay nada que hacer…
No es en ese primer encuentro cuando llega el dolor. Es después al descubrir en sus caras la condena de vivir por primera vez la ausencia. Se desboca entonces el dolor como la apropiación de lo ajeno, de algo que definitivamente no es mío. No llega por compasión, es miedo. Miedo de lo que sentirán ellos en el futuro. Surge una dama de compañía de almas, en el momento que comprendo que ese nudo constante en sus gargantas no cederá jamás.
Los observo indefensos, me encarno en sus cuatro penas, cada una en los diferentes matices que varía ante sus personalidades, sus cuatro faltas, sus cuatro te extraño. Les analizo con una visión anciana de lo que sería el dolor por perdida, el sufrimiento no elegido, sino fortuito. Ser forzado al desapego del amor.
Ese específico dolor se acepta poco a poco. Se asume pero no sana. No crece, es siempre igual de amargo cada día.
Les hablé con lágrimas en los ojos de cómo va mi vida, de los niños, de que todo iba bien y no mencioné el dolor, el hecho de sentirlo. Fue lo peor. Tal vez volví a ser ante sus ojos la insensata, despreocupada y mal vestida de siempre… Pero cómo explicar que no sentí pena porque su madre haya muerto, cómo decirles que lo que siento tanto es el dolor que les acompañará siempre.
Me apropio, lo llevo en la carne sin pedirlo, sin quererlo. Su dolor, no se irá, es por esa única verdad que ese ador constante que es mío desde aquel día, estará ahí en mi colección. Un insecto disecado que mueve un poco las alas cuando lo tocas y vuelve a herir igual.
Imagen: Lindsey Bessanon
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