Por Fernando Ureña Rib
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Cuando desperté, las puertas y ventanas de la casa habían cambiado. Las que daban al norte y al oeste, estaban selladas con metales herrumbrosos y sus goznes y dinteles habían sido devoradas por la irrevocable voracidad del tiempo.
Las ventanas del sur se abrían a un paisaje verde y luminoso. Había paz y el frutal perfume de sus campos invadía la casa. Desde las ventanas del oriente cercano se podían ver el Nilo Blanco y el Nilo Azul, revueltos.
Grandes multitudes sacudían los brazos, agitaban pancartas, vociferaban y arrastraban sus muertos por el desierto calcinante. Alcancé ver, en las ventanas del lejano oriente, que el cuerno de la abundancia se había desparramado. A orillas del Ganges y del Yangtze se lavaban las sedas con las que todos se vestían de alegres y vistosos colores.
Con esas plácidas imágenes volví a dormirme, hasta que alguien sacudió mis hombros tronando: “¡Si piensa dormir, apague primero el televisor!”
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