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Por Juan Dicent

Cada mañana la misma pelea durante el desayuno. Águeda ponía una bandeja con panes, tostados a fuego bajito en un sartén untado de aceite verde, con mantequilla, con queso amarillo derretido. Nunca eran suficientes. En nuestra mesa se seguía con rigor la etiqueta y el protocolo del último mono se ahoga. Si uno duraba mucho en el baño o despertaba un chin tarde no encontraba ni las boronas. Algunas veces se llegaba a los aruñazos, los pellizcos deja marcas, las hermanas, y una que otra vez el contenido espeso de un vaso encontró su camino hacia un uniforme recién planchado.

Papá sólo bebía los fines de semana, como yo ahora, y ese domingo la resaca lo tenía de penitente en el baño, de rodillas chuleando un inodoro. A pesar de las advertencias de mamá, no hablen tan duro que su papá ta malo, el griterío de la gallera fue peor que los días de escuela, tal vez por la euforia de ser un niño un domingo con sol, y donde Papalao había un caballo marrón, y sobre él una montaña esperando, y con suerte un pedazo de río virgen, como el de Piedra Gorda.

Papá salió del baño y se paró frente a nosotros. Silencio. Lo respetábamos mucho más que a mamá sin necesidad de puñeteros o de una correa en la mano. “Utede verán si mañana no se acaba el pleito con lo pane y la leche”, dijo, y se fue a acostar llevándose de la nevera un galón de agua fría. Papá era un hombre de pocas palabras, yo sabía que la cosa no iba a terminar ahí, pero tanto cielo azul; y Mino y Moreno panqueando en el agua clara; y un peñón con un garabato taíno precursor de la carita “Don’t Worry Be Happy”; y el Conde de Montecristo enfrentando a su mujer y a su rival. Regresamos entrando la noche. Me dormí sobre un plato de espaguetis rojos y gordos y fofos.

Mamá me despertó ve a bañate y ponte el uniforme que te tan eperando pa desayuná, y se fue para su habitación. Cuando llegué al comedor me di cuenta de que mis hermanos estaban sentados en orden; papá, que nunca desayunaba con nosotros, leía el periódico fumando un cigarrillo. En la mesa, frente a mi silla, frente a cada uno de mis hermanos, una funda de pan y un litro de leche. “De eta mesa no se para nadie hata que no acaben”, dijo papá sin levantar la voz. Una funda de pan y un litro de leche para cada uno, un castigo injusto. Esos panes no estaban tostados, no tenían esa fina capa de mantequilla y queso especialidad de Águeda que nos miraba desde el umbral de la cocina con la pena de los piadosos hacia los condenados, aunque sean culpables. Mi hermano, ese mandril en la edad del pavo, empezó a comer como si estuviera compitiendo contra un luchador de Sumo, mis hermanas empezaron a comer con la fatalidad del fracaso y yo, yo no pude tragar ni la primera mordida. Desde ese día no se peleó más por los panes y la leche, de hecho, hoy día, siendo un hombre de 40 años, no puedo beber leche, y encuentro feísimas las palabras lechoso, lactario, lactinoso, lactescente, lechal… No denosto con amargura al pan, pero prefiero plátano, yuca, yautía o mapuey.

Recordé esta anécdota familiar esta tarde en el subway, frente a mí iba un hombre parecido a Saddam Hussein, idéntico a papá; sus mismas cejas, su mismo bigote negro, su misma cara de hombre buenmozo. Me miró por un momento sin la mirada del espanto, con la mirada de dormirme en una mecedora echándome fresco con un folder cantand Payaso soy un triste payaso durante un apagón. El hombre me pareció un hombre cogiendo lucha, su persona gritaba pobreza desde los zapatos con tacos gastados hasta su falta de abrigo en esta particularmente fría noche de invierno en otoño. Cuando se bajó Jackson Heights me dieron ganas de seguirlo, y darle los 20 dólares en mi cartera, y regalarle mi abrigo. No lo hice no.


Juan Dicent