Por Fernando Ureña Rib
A Martín López
Martín López, un avezado fotógrafo dominicano, se maneja en Berlín como en su propia casa. Viene con premura para participar en festivales de cine y tan pronto terminan sus compromisos me llama: “Vamos al Hotel Bogotá a bailar tango esta tarde.” Aunque el edificio es vetusto conserva el encanto de los años veinte. Noto que aquí se reúne gente de toda edad para tomar lecciones de tango. Mona Katzenberger y su compañero, Don Carlos, son los instructores. A poco uno aprende el ritmo, los ocho pasos, el abrazo, el gesto, las flexiones y el donaire. Los pies se deslizan sutilmente sobre el maderamen, mientras las piernas de la mujer se entrecruzan, se acercan y evaden el cuerpo del hombre que la busca y la guía con ansiedad palpitante. Ella se deja llevar, seduce y es seducida por la sensualidad de un juego de complicidad en el que no hay palabras. La que baila conmigo hace resaltar sus hombros voluptuosos, desnudos y su cuello de cisne en el que cualquier hombre desea ría acurrucar un beso.
Luego del tango vienen las milongas. A Martín se acerca una señora suiza, delgada, fuerte y entrada en años quien sin mediar palabras le arrastra, casi en andas, al fondo del salón. Yo tomo la cámara de Martín y le filmo mientras ella dibuja con él espirales y círculos, zarandeándole y zarandeándose en el vistoso salón decimonónico.
Luego de aquel entrenamiento intensivo, Martín se cree capaz de entrar a ligas mayores. Me dice, “Vámonos al Tango Loft.” Es un bar distante, pero como Martín se marchaba al día siguiente, le complací. Transitamos oscuras callejuelas y nos internamos en un patio desolado y oscuro. Seguimos el hilo sonoro de unas milongas y subimos por unas escalinatas maltrechas hasta un espacio amplio y de altos techos en que colgaban lámparas de Tiffany, quinqués y candelabros. Las paredes son de mampostería desnuda, o recubiertas de blanco y las columnas rojas. Los alemanes adoran el tango y lo bailan con admirable precisión técnica, aunque carecen de ese drama y pasión que los argentinos le impregnan. Para los porteños el tango es un ritual sagrado, una meditación existencial. Sigo a Martín con ojos asombrados y él toma fotos y vídeos del local y sus glamorosos comensales. Al entrar no advertimos que se celebraba allí una recepción nupcial. Tomábamos fotos de los novios y de las escenas de baile que se sucedían con fluidez. Entonces llegaron dos fornidos porteros de mentes y cuerpos cuadrados y nos exigieron las invitaciones. Martín trató de alegar, mentir, discutir y justificar nuestra presencia allí. Le halé por la solapa : “Con gente bruta no se discute”. Lo saqué apresuradamente y al regresar le consolé: “Alégrate Martín. Has logrado excelentes fotografías. Y yo gravé un videos de tu último tango en Berlín.”
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