Por Nestor E. Rodríguez
En la Semana Santa del 93 llevé a mis compinches puertorriqueños al Palacio de los Deportes Virgilio Travieso Soto. Era el momento de ver en acción a los grandes del baloncesto nacional: “Grillo” Vargas, Vinicio la “Pantera Rosa” Muñoz, Iván Mieses y Evaristo Pérez, enfrentarse al quinteto boricua, liderado por Jerome Mincy, Mario “Quijote” Morales, Fico López y José “Piculín” Ortiz.
La testosterona nacionalista estaba por los cielos. Una lluvia de chinas a medio comer amenazaba con no dejar salir a la escuadra de la Isla del Encanto. Cheo sacó su banderita puertorriqueña y el barrigón ubicado unas filas más arriba le dijo que estaba jugando “caraquita” y que se iba a sacar.
Alberto reaccionó con jaquetonería ante el insulto a su cuate y al punto le ofrecieron dos plomazos. La cosa se estaba poniendo difícil cuando más abajo, ya casi al nivel del tabloncillo, se improvisó la más alucinante función. Un corrillo de gente había cercado a un hombrecito regordete y de aspecto andrajoso. Desde arriba parecía un especie de nomo que se aprestaba a hacer malabares. Se oyó a alguien gritar como raptado: -¡Boquetanque!.
Lo que pasó después es cosa que raya en los límites de lo narrable. Boquetanque atarazaba una gran piña con los dientes. Caninos e incisivos le facilitaban la labor de desmenuzar fibras, tantear zonas jugosas, escupir flecos, la coraza toda de la piña ahora reducida a casco amorfo forrado de cráteres lunares. La turba vociferaba frenética ante el prodigio, pero aún faltaba el verdadero espectáculo.
En cuestión de unos segundos pude entender el porqué del pantagruélico apelativo. Como si se tratara de palillos de dientes, el hombrecito acomodaba en su boca, una por una y sin aparente esfuerzo, una docena de botellas de Presidente de las pequeñas. La muchedumbre se extasió. El tiempo se detuvo.
Esa noche, mientras regresábamos a casa del viejo en concho, los boricuas no dejaban de preguntarme que qué rayos había sido aquello, que si yo estaba loco, que cómo podía ser. Hasta el sol de hoy me pregunto si esa insigne figura de la mitología capitaleña alguna vez fue de carne y hueso.
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