Por Glenda Galán
Atando mis zapatos miro al suelo, una pequeña araña me mira, camina y se posa en uno de ellos.
Camino hacia afuera, sacudo el pie ya calzado, ella no desiste, se aferra a mi y sale a pasear conmigo.
“A veces la compañía se te cuelga inesperadamente”, medito.
Me dirijo hacia el parque para encontrarme con alguien, que aún no ha llegado cuando arribo al punto de encuentro.
Sentadas en un banco de hierro negro, hablamos sobre su trabajo de tejedora, del trabajo que me da destejer mis pensamientos, de su pequeña estatura, de mis grandes aspiraciones.
Ella me muestra sus patas llenas de vellosidades, yo le enseño mis piernas sin depilar y así surge una complicidad entre nosotras.
Ella teje palabras que nos acercan y yo me dejo envolver en sus relatos para pasar el tiempo.
Me dice que soy afortunada porque puedo pensar, entender, desear cosas y lograrlas.
Le digo que ella es más feliz, pues desde la ignorancia se sufre menos.
Recuerdo entonces a la gente en los campos de mi isla, siempre risueñas y prestas a brindarte un cafecito.
Media hora después, aparece quién estaba esperando. Nos saludamos.
Me paro del banco donde hace unos segundos conversaba con el arácnido.
Camino presurosa para no perder el paso, siento como se me desprende y cae delante de mi. Sin pensarlo la piso.
No miro atrás por miedo a sentir algo.
Comentarios