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Por Juan Dicent
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Una hermosa mañana, en una isla alegre en carnaval, un haitiano y una haitiana gritaban en la plaza pública. “¡Vecinos mÃos, nuestros hijos nacieron aquÃ, nunca han ido a HaitÃ, queremos que sean dominicanos!” “Queremos ser dominicanos.” Ellos rogaban y temblaban. Ellos hablaban de apreciación pro homine, de misericordia, de premisa constitucional violada, de estar en tránsito, de irretroactividad de la ley, de sentido común.
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Los vecinos dejaron de escuchar tan pronto vieron que alguien mencionó una palabra en LatÃn y que además de negros no tenÃan ni un chele. Se echaban arena el uno al otro.
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“No, no serán dominicanos, si nacieron después del 1929.”
“Eso es porque son negros y pobres, reflexionemos, algún mal vendrá, que estamos en la misma ruta de los ciclones, recuerden San Zenón.”
“Cállese galloloco.”
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“Es una barbaridad, si vamos a ser asà con estos haitianos debemos ser coherentes y ser asà también con la basura blanca que prostituye nuestros niños en las playas,  los españoles, los franceses, los alemanes, los italianos, los rusos, y todo el javao que diga que vino de Burkina Faso.”
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De hecho no fueron dominicanos toda esa hermosa mañana en que las banderas tricolores se desplegaron en las casas, y toda la tarde, en que juntos fueron empujados hacia la frontera.
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