Por GG

El Ojo enardecido era premonitor del espanto. Su proximidad alcoholizada, el preámbulo de la intensa tarde que me esperaba.

Cursaba el segundo año en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde me había inscrito a escondidas de mis padres. Durante dos años recibí en sus aulas las clases de dibujo que, para mami y papi, eran una “pérdida de tiempo”. Mentira, para ellos todo lo ligado al arte tenía el potencial de sacar mi fogaraté, y ambos tenían en mente a una hija médico o abogada recatada, plus ama de casa y esposa devota. Resultado: Profesional rescatada por el arte y esposa escritora.

Lo primero que quise ser fue bailarina, pero, mi madre, sabiendo la “candelita” que había parido, me visualizaba dando golpes de barriga algún night club capitalino, cual Iris Chacón ¡qué horror para ella! Claro, ni unas zapatillas de ballet de juguete me salieron, y la Barbie bailarina se la dejó el Niño Jesús a mi hermana, dejándome el Ken a mí, junto a unos jueguetitos de cocina. Aproveché, entonces, para jugar a escondidas con la muñeca, poniéndola a bailar en su base de vueltas hasta cansarla y en el descanso, la entretenía besuqueando a Ken (qué rubio más desabrido).

Ni la música, ni el baile se me dieron, sin embargo la pintura sí. Durante dos años tomé carros públicos con el fin de llegar a las clases de arte sin ser descubierta y donde el Ojo siempre me abordaba con una actitud extraña. “Debes dar más sombra aquí, difuminar allá” me aconsejaba, dejando caer su mirada desorbitada sobre la línea de mi incipiente busto. A pesar de mi instinto, yo trataba de justificar esa violación a mi espacio personal con un: “Son cosas mías, no puede ser que él se comporte indebidamente en el aula”.  Pero las percepciones en este sentido difícilmente resultan erróneas. El día de confirmar mi corazonada llegó. Dibujábamos el modelo asignado para esa sesión. Un torso femenino con hermosas curvas, que se desajustaron en mi papel cuando, el Ojo se posó sobre mi cintura. Recuerdo, como hoy, aquel animal jadeante, pero, sobre todo, la música de horror ejecutada por apresurados latidos que querían romperme el pecho. Definitivamente, no eran “cosas mías”.

Al salir de clase, el Ojo me persiguió por la zona colonial, sin decir palabra. Aturdida y asustada, caminé en busca de la calle El Conde, que me era bastante familiar, pues yo había crecido entre sus tiendas. A pesar de confiar en que podría esquivarlo, mi corazón funcionaba con más rapidez que mis pies. Solo una vez miré hacia atrás y esa vez bastó para estremecerme.

Entré a una de las tiendas, el Ojo también entró. Salí por otra de las puertas de esa tienda y el Ojo también salió. Su mirada era lo único que podía percibir, en medio del gentío que circulaba por esa zona comercial, mientras que los papeles enrollados, portados en mi mano izquierda, se estropeaban con el sudor emanado de ella.

Al entrar a la tercera tienda me encontré con un amigo de mi padre quien, sin saberlo, me salvó del Ojo perseguidor al entablar conversación conmigo. Cuando terminamos la plática él me acompañó a la salida. De nuevo, en la calle, las piernas me temblaban a su antojo, hasta percatarme de que el Ojo se había esfumado. Ese día terminó mi paso por la Escuela de Bellas Artes y empezaron las pesadillas donde vive aquel ojo que aún me persigue.