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Por Glenda Galán

La primera vez que escuché opera tenía solo días de nacida. Mi padre, amante de la música, tenía la teoría de que escuchar música clásica afinaba el oído de las personas y las hacía más inteligentes. Por razones obvias no recuerdo aquellas sesiones, pero si recuerdo la primera vez que vi a un cantante de opera entonar algunas notas para mi. Eran los años 70’s y yo sentada en mi gallería escuchaba la opera con la que don Francisco Nadal levantaba al vecindario todos los sábados.

Aquellas tonadas en vez de molestar a los residentes de la cuadra, los hacía más felices, e incluso ya los vecinos le pedían con antelación al Señor Nadal sus operas favoritas para la próxima semana. Yo me sentaba con mis muñecas a escuchas a esas voces de pájaros y truenos.

Un sábado en particular Don Frank cruzó a saludar a mi padre en compañía de un amigo, y mientras esperaba a que papi saliera cruzamos algunas palabras.

-Me gusta esa música don Frank.

-De verdad te gusta?

-Si, es linda

– Esto es para ti, dijo el amigo del Señor Nadal

Entonces el amigo que era un tenor reconocido, del que no recuerdo el nombre sonrió, colocó las manos como si fuera a dar inicio a un recital y empezó a cantar en plena calle la Aria de Fígaro, del Barbero de Sevilla.

Yo, que en aquel entonces tendría unos 6 ó 7 años me enamoré de aquel señor cantante, bueno, no de el, de su voz y de la gracia con que se movía de un lado a otro mirándome y regalándome aquella opera en medio de la gente, que se iba parando para convertir en teatro aquella gallería construida a principios de siglo. Al terminar la interpretación más de 30 personas aplaudían furiosamente y aquel talentoso cantante se inclinó para agradecer a su público.

Cuando todos prosiguieron su camino el tenor me tomó la mano y la besó. Desde ese día jugaba a extenderle la mano a mi padre para que hiciera lo mismo cada vez que se despedía de mí.