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Por Glenda Galán

Las lluvias son sagradas porque ellas son el alimento de la tierra.

G. G.

Llegué a Santo Domingo bañada en decenas de risas nerviosas que trataban de olvidar el estrallón que el piloto le dio al avión cuando, según él, aterrizábamos. Era la primera vez que no se aplaudía en un vuelo que llegaba a la ciudad caribeña conmigo a bordo, era la diecinueveava vez que pisaba suelo dominicano desde que me mudé a Miami.

Cuando que salí de la nave una fila interminable se desplazaba por uno de los pasillos del aeropuerto. Le pregunté a un empleado si debía formarme también. “¿Tú eres dominicana?” me preguntó mirándome el trasero. “Sí”, le respondí,  incómoda con la miradera. “Pues ve por ese lado, no tienes que hacer esta fila”.

Ya en migración, el mismo señor pasó frente a mí y me dijo, entre dientes, “Vite mami, no tenía que hace fila, con lo buena que tú ta”. Adviertí los casi setenta años que debía tener este sujeto que me miraba como una tijera que cortaba mi blusa y mis jeans. Se asomaron las dos galletas que tengo ganas de soltarle por fresco, pero su peinado hacia el lado derecho, confeccionado con los tres flecos de cabellos que le quedaban del lado izquierdo, me provocaron cierta ternura y admiración. Pegarse esos cabellos al cráneo sin que se muevan es toda una proeza y yo me concentré en ver si algún chin de brisa le haría temblar alguna hebra negraeterna, mientras esperaba mi turno. No sucedió. Lugo del “Bienvenida al país” y sello en pasaporte, me dirigí a la salida ignorando, eternamente, la mirada de Donpeinadito.

Unos amigos me pasaron a buscar, en el camino me hablaban sobre la corrupción e impunidad que se vive en el país. Escuchándolos poco, observaba mi mar, ese que comparto con millones de personas que han nacido allí o que lo han visitado, pero que cada vez que lo veo se me exhibe, impúdico, solo a mí.

El olor a salitreisla era inconfundible, los brillos en las puntas de las olas también lo fueron, era el mismo trayecto del sol que había emprendido desde que aterricé y que iba a disfrutar, aunque me quemara.

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No esta mal sumergirme otra vez ni temer que el río sangre y calme,
se bucear en silencio

G. Cerati.

Al pasar por los barrios capitaleños, que conectan al Santo Domingo “marginal” con el Santo Domingo “nice”, tomé varias fotografías, en ellas el polvo y la miseria no lograron esconder el colorido que nos abrazó entre los tapones, los bocinazos y los motoconchos acróbatas de Santo Domingo. Los letreros y grafitis en las paredes eran una constante en el trayecto: Refritécnica Gutiérrez, Cristo es el camino, D’ Nuris Fashion, Reparamos y amolamos, nos recibieron con cara de “Esto es lo que hay, aún estas a tiempo de devolverte”. Yo, que conozco mi patio, persistí en quedarme esperando el abrazo de los amigos, de la familia, de las lluvias que nacieron conmigo en esta parte del universo, donde el petricor me hace renacer.

En un tramo despejado del camino pude observar todo lo que me pasa briciao por el lado izquierdo: motores, mujeres con sombrillas y con niñas tomadas de las manos, vendedores de aguacates, un hombre con folder en mano y varios perros viralatas. El cielo que se oscurecía después de un sol intenso.

Unas gotas caídas del cielo movieron de la tierra su aroma, mis pensamientos se difuminaron como las gotas en el cristal tras sentir la prisa y se transformaron en un nombre como milagro húmedo sobre mi cuerpo, en una voz que hería mi nombre, atravesando el silencio y la geografía. Entonces, las lluvias empezaron a corretear sobre el cristal del vehículo que me transportó, entre tapones, a los brazos de mi madre, donde dejé todo lo que ella besó para que dolieran menos las seis letras del arma punzante.

Aunque tarde en llegar, al final siempre hay recompensa cuando vuelvo a casa.

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