La navidad, en la niñez, era símbolo de alegría plena…
Eran tantas cosas buenas al mismo tiempo, que desde las primeras brisas todo se transformaba en felicidad. Así llegaban las vacaciones, los villancicos y las visitas a La Romana, a la casa de mis abuelos para noche buena.
Cada navidad los niños, que éramos muchos, preparábamos una velada. Ya fuera un nacimiento viviente o inventar bailes entre nosotros. Los adultos tenían que sentarse a vernos como buen público decente, con el compromiso de no defraudar nuestros esfuerzos.
Uno de los años, siendo todos bien pequeños, los adultos nos prepararon una sorpresa. Santa Claus llegó a la casa justo al final de la velada. ¡Qué emoción! ¡La felicidad hizo invasión en los latidos de mi corazón que galopantes bailaban algún merengue navideño! No era tan fácil en aquella época encontrar un Santa por ahí y nosotros teníamos la suerte de haber recibido su visita la noche antes de los regalos.
Fue una gran impresión para todos, más aun para mi hermano que tenía tal vez unos tres años. Se quedó pasmado por el asombro y mi madre intentaba que reaccionara.
El Santa que nos visitó, era mi abuelo disfrazado. Ninguno de los niños lo sospechamos. Su contextura era perfecta para el papel. Recuerdo que al sentarse, el disfraz de plástico se abrió un poco en la entrepierna y él dijo “Ay, a Santa Claus, se le salió el clós”. Todos, incluyendo a los adultos, respondimos con una gran carcajada… Él y sus ocurrencias, él y su fiesta ambulante, nos heredó esa felicidad ante la vida y ante el hecho de estar todos reunidos en familia.
Denisse Español
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