GG
Los viernes de mi infancia eran días de deshollinamiento corporál, léase baño con musú como le llamaba Tata, mi niñera al estropajo que usaba para quitar de mi pequeño cuerpecito los millones de gérmenes acumulados durante toda la semana en el colegio.
No es que de lunes a jueves no me bañara, sino que una vez adquirida la libertad que llega con la madurez de los 7 años, llegaron también los días en los que ya podía bañarme sola, con la condición de que los viernes me lavaran lo que quizás por la prisa de ir a comer o jugar, quedaba en mis codos o en algún otro lugar menos público durante la semana.
Cada viernes Tata se esmeraba en estrujarme el cuerpo de arriba a bajo de abajo a arriba, dando un trato especial a las orejas; tanto que en mi imaginación de niña siempre consideré la posibilidad de que los duendes que allí habitaban detestaban ese día de la semana, al tener que esconderse en lo más profundo de aquel túnel para no ser arrastrados con la espuma que aveces entraba y que me producía un inmenso y cálido placer cuando salía del oscuro orificio.
El cuello era zona fácil de estregar como lo eran también el torso, los brazos y las manos, que al adquirir armonía jabonosa, me hacían parecer una osita polar moviéndose de un lado hacia el otro y haciendo más difícil la tarea de la que en verdad, era la cocinera de casa.
Tata me había tomado tanto cariño que no le importaba realizar dos trabajos con tal de cuidarme y darme buenas costumbres; al advertir que mi nana María no era muy eficiente con eso de corregirme al hablar o de jugar conmigo a las escondidas.
La sesentona cocinera poco a poco se convirtió en una especie de madre y yo, en la hija que ella nunca pudo concebir. Ambas éramos uña y mugre hasta los jueves; los viernes nos convertíamos en uña y jabón.
Ella deslizaba el musú con sus manos mojadas por mis piernas, hasta que al llegar a mis pies separaba mis dedos con especial cuidado, sacando de allí todo lo que encontrara mientras entonaba una canción.
-Hoy se baña la niñita,
la niñita de su Tata,
hoy se pone reluciente
la princesa de esta casa…
Así entre cantos llegaba el momento incómodo de lavar mis tesoros, tarea que ella con su sabiduría de mujer buena de campo vestía de poesía.
-Ese tesorito
que tiene mi niña
entre las piernitas
no es para enseñarlo,
no es para tocarlo,
es para lavarlo
y después guardarlo.
Al escuchar esas rimas, siempre me preguntaba: guardarlo más? si ya bastante guardado está!. Y a diferencia de los oídos, nunca pensé que allí, viviera algún duende o hada madrina, por lo que no tendría ningún valor agregado…hasta que crecí y entended lo del tesoro…pero esa es otra historia.
Luego de la ardua labor de enjabonamiento que llevaba a cabo la bella morena de unos 5 pies de altura; el agua corría por mi cuerpo dándome esa sensación de que me había malbañado durante toda la semana. No quedaba un rincón de piel sin que las manos de Tata la acariciaran con jabón y salpicaran con cantos. Al finalizar el rito limpiador debía abandonar los juguetes de plásticos que acumulaba en la blanca bañera antigua, salir niña envuelta en una toalla con olor a hogar, hervida para mi por Josefina la lavandera a son de carbón y cuaba.
Tata nunca permitió que me vistiera fuera del baño, decía sentir pánico de que mi anemia a millón y mi ñoñería a flor de piel pescaran una pulmonía. Por eso me encremaba dentro de las altas paredes del cuarto de aseo, para que “no oliera a gente”.
En aquellos viernes de deshollinamiento todo era nana y jabón, un séquito a mi servicio y una comodidad comprada por mi madre, para lavar esa ausencia suya.
Comentarios