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Por Juan Dicent

¿Qué hacer con esta primavera que se acerca? Las noches son frías y el viento helado de coco, pero los días vestiditos con sandalias y la lluvia casi tibia. Saliendo a trabajar miro el árbol seco en cuyas ramas pedacitos verdes, y me asombro ante la cíclica resurrección vegetal, con esa arrogancia latente del ateo discreto ante lo irrefutable de un hecho científico. ¿Enamorarse de nuevo?

Me paso el día cantando cuando conozco a una mujer bonita en la mañana, en el tren Q hacia Brooklyn. Mi primera mirada cae sobre unos cabellos negros, mucho maquillaje y Dan Brown. La de al lado, me gusta la travesura del gorrito con orejas de conejo, para no decir su cara Ingrid Bergman y las manchas de pintura roja en el pantalón. Miro su lectura, “The Blue Carbuncle” por Sir Arthur Conan Doyle. Como es muy bonita pienso en la maravillosa coincidencia con mi relato preferido de Sherlock Holmes, donde van de mano un ganso cena de Navidad y una joya azul. Cuando sonríe entiendo que ha terminado de leer y que, como a mí, le gustó el final doméstico de la intrigante historia con la invitación de Holmes a Watson para investigar otra ave, ahora con cuchillos y tenedores. Y es que, ¿quién no adora a Sherlock Holmes? Inteligente, medio vago, violinista, justo, buen actor, cocainómano, excelente para romper el hielo entre dos desconocidos.

“I love that story”, le digo. Una cosa, para hablar con una mujer bonita por primera vez el hombre feo debe olvidarse de que tiene los ojos como un macotoro, de su enanismo, de su pobreza. Como el mismo Sherlock Holmes debe tratar de disfrazar su exterior encontrando en su espíritu la imagen con la que quiere ser visto y proyectarla a través de sus ojos y de sus gestos.
“I love it too, it’s kind of funny”, me dice.
“Almost all of them are”, le digo para que de una vez entienda que soy una autoridad sobre el famoso inquilino de Baker Street y, gracias a Julian Barnes con su “Arthur and George”, sobre su creador también. Sí, en ese libro de Barnes el lector comprende que Holmes es definitivamente Conan Doyle.
“Have you read Arthur and George?”, le pregunto con aires de profesor, aunque sin chaqueta de corduroy con codos de piel.
“No I haven’t, is it about Sherlock Holmes?”, me pregunta con evidente interés, demostrando en el giro de su cuerpo hacia mí una total atención. Okey, cuando un hombre feo tiene la total atención de una mujer bonita tiene que tener mucho cuidado, debe de hablar despacio, no escupir y, si la cosa es en inglés y tiene la suerte de que su idioma es español, sonar mucho las tes y no usar contracciones. No vayas a decir somzing, di sontin; no vayas a decir berer, di beter; no vayas a decir it’s, es itís. Todomundo ama los acentos exóticos.
“No, it is about Conan Doyle, by Julian Barnes, but reading it you see where Sherlock Holmes comes from, it is lovely, you should read it”, le digo.
“What’s your name?”, me pregunta acercándose a la tierra de las mentiras y de la lujuria.
“Dino”, le digo esperando la otra pregunta.
“Where are you from?”
“Dominican Republic.”
“Ah, the Caribbean”, exclama con un chin chin de putería brillando en los ojos. Bingo!
“Could I have your phone number?”, me desespero, pero es que ya llegamos a mi parada. El hombre feo debe saber que la convesación con una mujer bonita debe ser un crucero donde la desesperación es un iceberg, nunca bienvenida. Una pregunta antes de tiempo tiene el efecto de un tiro al aire, espantar o, si vives en Santo Domingo, matar a un niño.
“I’m sorry, but I have a boyfriend”, me dice, tal vez un poco decepcionada al notar que, en lugar de insistir, me preparo para despedirme con un indolente have a nice life sweetheart. El hombre feo debe saber que en su camino hacia el amor se va a encontrar con muchos rechazos. Eso no debe, por nada del mundo, detenerlo en su incansable búsqueda de la felicidad, especialmente si vive en una ciudad como Nueva York donde hay 10 millones de mujeres bonitas y de seguro algunas con mal gusto; y así, después de escuchar muchas veces “no” “No” “NO!!!”, una madrugada un dulce “Yes” le hará sentir que abril, contrario a lo que dijo el poeta, no es para nada el mes más cruel; tal vez septiembre.

 

Juan Dicent