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Por Néstor E. Rodríguez
Estoy en la 401 rumbo a Prince Edward County. Maneja Yudy, la mamá del Roquero, una viejita ultraconversadora que a sus setenta años puede conducir por la autopista una station wagon Volvo a 160 kilómetros por hora. Nuestro destino, si es que llegamos de una pieza Yudy, mi niño y yo, es la granja del Roquero cerca de Belleville, a unos pasos de donde el Lago Ontario deja de ser un mar de agua dulce picado y sucio para convertirse en un recodo del paraíso.

Llegamos vivos al farm. Wyllie, el hijo del Roquero, sale corriendo de la casa para recibirnos. Mario Emilio y él son casi de la misma edad y estudian juntos en Toronto. El Roquero vive con Wyllie la mayor parte del año en una casita de madera hecha por él mismo y rodeado de 150 acres que alquila a los campesinos del cercano Cherry Town para el cultivo de fresas y equinacea. Es un tipo afable, de esos que pueden disertar por horas sobre sí mismos y no aburrirte ni un minuto. Tiene 47 años y una melena descuidada. Ahora que lo veo vestido como granjero, con overol y todo, me parece una caricatura del americano sureño. -What’s up, man?, le oigo farfullar desde lo hondo del viejo granero. -Not much. Just surviving, le contesto al tiempo que ensayo una sonrisa.

El Roquero es un anfitrión espléndido, así que al poco rato estamos devorando media res que ha atesorado desde principios del otoño. Menos mal que esto no es British Columbia. Mi huésped se esmera en atenciones, pero yo desde hace días tengo la taciturnidad recrudecida y no lo puedo disimular.

El Roquero y yo no tenemos nada en común salvo el gusto por la rumba de Patato que él dice conocer de sus correrías por el Spanish Harlem a finales de los setenta. Quizá por tener tan poco en común es que nos llevamos tan bien. En realidad, más que roquero, mi cuate es un jazzista underground que en los noventa lideró un grupo bastante pegajoso: Spin Doctors. Siguen tocando y grabando, pero hace ya bastante tiempo que los medios los relegaron al olvido. Con todo y eso, todavía llenan discotecas. El Roquero consiguió esos 150 acres en la zona más fértil de los alrededores del Lago Ontario con una canción que alcanzó la posición número cuatro en el Hit Parade de Estados Unidos hace ya veinte años: “Little Miss Can’t Be Wrong”. Cuando dijo el nombre lo primero que me vino a la mente fue la voz de Amós Morales y la imagen de un mar de carros trabados en la Domenech frente a La Merced.

No es fácil de procesar, pero El Roquero mantiene una holgada vida de terrateniente con una sola canción que se coló en el Top Ten. De hecho, llegó a confesar que él sólo recibe una tercera parte de las regalías por ser autor de la música; el que se encargó de la letra se queda con la mejor tajada. Le pido que deshilvane esa historia, pero ya los niños reclaman nuestra atención: Mario Emilio ha avistado una familia de mapaches. Cuando por fin retomamos el palique, El Roquero se apresura a pontificar que en la música todo es cuestión de persistencia y mucha suerte, puesto que nunca se sabe cuándo te llegará esa condición llamada El Éxito. -It’s like hunting wild turkeys-, me dice, -you only have one shot before they disappear till next season. Por el resto del día me quedó zumbando entre las sienes esa metáfora NR

 

Nestor