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Por Juan Dicent

Hijo bienamado, ya estoy en Nueva York. Debo confesarte que sólo extraño las playas de Quisqueya, con ese sol y ese mar. Aquí desde que te bajas del avión eres neuyorkino. Nada en ti delata tu condición de foráneo, ni tu ropa, ni tu lengua, ni la torpeza de caminar chocando con todomundo en downtown, ni siquiera tu asombro provinciano al observar los rascacielos de Manhattan. Eres un extranjero entre extranjeros.

No sé por qué algunos dominicanos me advertían sobre la mala onda de los neuyorkinos. La verdad es que tienen un “sorry” para disculparse por el más mínimo roce. Nadie se mete contigo. Tú no les importas. Para ellos eres invisible. Prefiero la indiferencia al exceso de confianza. Aquí uno va a un bar y el mozo es atento sin ser imprudente, no te pone la mano en la camisa mientras dice torciendo el belfo “qué camisita loco”. Puedes caminar con tus dreads por las calles sin que un grupo de hombres jugando dominó en una esquina detengan al doble seis en el aire para vocearte “dímelo Bob Marley deteñío”. Puedes andar agarrado de manos con una mujer mucho más grande que tú sin que un taxista frene de repente para preguntar “ta criando a ese enano abusadora? Puedes correr sin el temor de que alguien grite “un ladrón” y unas bestias medievales te maten a golpes con la ayuda de esas otras bestias llamadas policías. Uno no sabe con el miedo y la inseguridad que viven los dominicanos hasta que siente la tranquilidad de poder hablar por un celular en una calle con luz después de medianoche sin recibir tres tiros. La otra madrugada mataron a un salvadoreño por Intervale, pero no es el pan nuestro de cada día. En las palabras de Arthur Conan Doyle: “Fue uno de esos incidentes que pasarán cuando tienes a millones de seres humanos frotándose los unos con los otros en el espacio de unas pocas millas cuadradas.”

La gente aquí está obsesionada con el clima, y con razón. Salir sin sombrillas cuando el weather channel anuncia lluvia es una visa segura hacia esa tierra de flemas llamada Neumonía. Hasta ahora el invierno ha sido leve. Parece que el calentamiento global es una realidad que sólo Bush y una ardilla muy inteligente y muy vaga se atreven a negar. No me quejo, aunque el futuro luce un poquito feo yo duermo muy bien con este friíto antídoto del insomnio. Odio cuando la temperatura baja de 50 y el landlord enciende la calefacción, el vapor artificial te reseca la piel, te produce alergia, a veces sangras por la nariz.

Estoy trabajando por Bruckner Boulevard, en el Bronx. He visto muchos paisajes, este está entre los finalistas para el premio Ugliest Landscape Ever. Estructuras de concreto y de acero temblando ante el estrépito de los camiones; en un río de brea, al que nadie se ha tomado la molestia de ponerle un nombre, nadan tres tristes patos con canas en las plumas; dos gaviotas que no encuentran la costa pelean con las palomas por la basura de un McDonald’s; un anuncio de la película Ghost Rider Was Here amenaza con incendiar las nubes; allá en el horizonte el tren número seis es un gusano de metal dejando sus heces en Hunts Point; y en el esqueleto del único árbol, está clavada la mano derecha de Edgar Allan Poe. Imagímate querido hijo, lo menos feo de todo el paisaje es una estación de gasolina.

Telémaco, Menelao me escribió un mail diciéndome que tú le comentaste que no me perdonabas por ponerte ese nombre. Telémaco, no fui yo, fue tu mamá, que dizque sus hermanas se le encontraban bonito. Yo le dije que no, que lo pensaran bien, no le pongan Telémaco a ese muchacho, no le hagan esa maldad, mejor vamos a ponerle Wladislao, entonces la infidelidad de Helena me hizo dejar Itaca para participar en la destrucción de Troya.

Lo mejor de vivir en Nueva York, aparte de las preciosas asiáticas con abrigos blancos, es que siempre tienes algo que hacer. Despiertas sin resaca un sábado como a la una de la tarde, con una carita feliz en tu antebrazo recuerdo de una fiesta llamada Rubulad. And it’s such a perfect day I’m glad I spend it with you canta Lou Reed, tú comes huevos con una ensalada, jurando que tiene carne por lo buena que está, en un restaurant árabe propiedad de una judía en el East Village; te subes a un tren que te deja en la misma puerta del museo de Brooklyn. Ahí te da la bienvenida una escultura de Balzac hecha por Rodin; todavía con la boca abierta te topas con una niña gigante con el cordón umbilical acabado de cortar, tiene la carita arrugada de alguien que ha hecho un largo viaje, cada hebra en sus cabellos recibió un cuidadoso tratamiento de cariño, la piel debajo de los tobillos brilla con la vulnerabilidad de la delicadeza; debes contenerte para no abrazarla, la mueca en su boquita es tan real que esperas que en cualquier momento te rompa los tímpanos con sus gritos. Es una obra de Ron Mueck, con todo el mérito para acompañar a un Rodin. El arte querido hijo, te hace una mejor persona. Después de disfrutar de una buena obra de arte no sientes deseos de tirar basura a la calle, de hundir un puñal en el estómago de un animal, de apretar un gatillo.

Definitivamente, no regreso ni a Itaca ni a Quisqueya. Empieza a sacar el acta de nacimiento tuya y la de tu madre para yo pedirlos. Sólo me faltan ustedes para ser completamente feliz en esta ciudad. Dile a Penélope que pise fino, que si vuelvo a escuchar otra historia sobre pretendientes comiéndose mis cerdos me caso con una asiática. Te dejo hijo bienamado, me llegó un cliente.
Art “A Girl” by Ron Mueck.

Juan Dicent