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Por Denisse Español

Cuando volvió a llamar ya estaba borracho.

Había insistido varias veces ya. Era víspera de mi cumpleaños, quería celebrarlo de forma especial… No precisamente celebrar, quería de alguna manera hacerme un halago, hacerme el amor sería mi regalo. En el fondo sentía cariño por mí, aunque fuera muy poco, por lo menos para sentir compasión.

Salí caminando por la calle de siempre hacia su piso, donde hay palomas en el día y chicos que fuman por las noches, sin miedo, aquel día el miedo a una ciudad solitaria no existía.

Llego, escucha mis pasos a través del muro y antes que mi dedo hiciera contacto con el timbre abre la puerta sin hablar. Está oscuro dentro, pienso por un momento que no hay nadie, pero una habitación está ocupada. Observo la línea de luz en el suelo frente a la puerta.

– Alberto duerme, los demás han salido.

Alberto, con su cara de niño, sus dilemas de adulto. Esa suave y tierna forma de ser, duerme o estudia, quién sabe. Está presente, ese es el punto. Nadie puede saber que entro a ese mundo de vez en cuando, a su mundo. Esas cortas palabras me decían entre líneas que no hiciera ruido alguno, que cruzara el largo pasillo como un delicado espíritu.

Descansé mi cuerpo sobre el sofá del salón, me rodeaba la oscuridad del pequeño lugar, me quité los zapatos, lo miré, extendió su mano hacia mí, puse la mía sobre la palma abierta, con un gesto parecido al baile (no un baile) nos dirigimos al hueco sin luz de su habitación. Esas frías paredes llenas de fotografías me hacían sentir observada por las sonrisas estáticas de tantas caras conocidas.

Felicidades, dijo y lentamente beso mis labios, que se convertirían paulatinamente junto a los suyos, en ventosas de succión, en una sola masa las cabezas encadenadas en un movimiento rítmico, casi perfecto.

Me alejaba de vez en cuando para salir, caminaba desnuda como flotando por el pasillo vacío, encendía las lámparas de las habitaciones deshabitadas. Lo hacía porque no podía verle en la oscuridad, la ventana blanca de cristal dejaría pasar por el patio las luces del exterior, así contemplaría su cuerpo de cadáver blanco habitado tan dignamente.

– ¡Es que no veo!

– ¡Estás loca! respondía tratando de reír.

Pero no fue ese el hecho que proclamo la locura, el estar allí junto a él, preocupado siempre, planificando el sermón del día después, no competiría con ningún acto de locura mayor entre las ejecutadas durante mi vida, era casi desprecio propio…

Entonces empezaba a pensar en las cosas que surgían en mi mente al estar sin él, ese sentimiento de falta de pertenencia, el mismo sentimiento que nos hizo tan amigos, tan queridos, por otro lado me convertía en nada ante su recuerdo. Me quedaba callada e inmóvil por unos segundos, él no presentía nada.

Siempre deseé decirle, que como en un cuento, nos imaginaba a los dos en la playa con nuestros negros abrigos, sentados sobre la arena, muy juntos, casi respirando el mismo aire, el bulto de nuestras siluetas en silencio miraba el mar del otoño tan negro como nosotros mismos.

Me pregunto qué habría hecho si lo hubiese sabido, peor aún, que habría opinado con esa forma particular e hiriente de aquel descabellado anhelo.

No me atrevía a hablarle de esas cosas… Tenía miedo, la certeza de que rechazaría cualquier asomo de sentimientos, cuando clara y obviamente éramos solo amigos.

Por eso conversar fue algo que no existió entre nosotros, nos limitábamos a saludos, a miradas secretas, a miradas llenas de culpa. Miradas y a unas cuantas bromas de mi parte, él era un poco más extenso, un poco más doloroso.

Pero ese día, ese preciso día, con fechas para no ser olvidada, el día de las locuras y correteos desnudos sustitutos de fiestas, que mi boca perdió el sello de seguridad. Emití una frase que pudo haber parecido un simple deseo momentáneo, pero abarcaba mucho más, tantas cosas dentro de mí. Quiero estar contigo cada día. Dije mientras le acariciaba la cara.

Sonrió la última sonrisa de la noche, su cara reflejó miedo, incertidumbre, sus ojos de miel me miraban tan fijamente que pensé derramarían una lágrima… Tal vez había comprendido el significado absoluto de mis palabras. Dijo permiso, ligeramente rodó mi cuerpo con el gesto lejano de su brazo, se sentó en el borde de la cama, con las manos sostenía su cabeza. Había de nuevo silencio.

Hasta ese día, nunca había pensado en el poder definitivo de las palabras.

Esa frágil combinación de sonidos fue una frase final. Una frase con nombre y apellido, tirada al mundo. El cuchillo que cortó el cordón, si alguna vez hubo algún hilo, por lo menos esa pequeña luz que aparecía de vez en cuando en mi mente, tan leve que no iluminó.

Salí de la habitación sin decir nada más, recogí mi ropa del suelo tibio, buscaba las cosas que faltaban.

En la sala me esperaban mis zapatos y mi cartera, colocados finamente sobre una silla. Me extrañé al verlo todo organizado. Una elocuente nota descansaba verticalmente sobre los objetos, la tomé, leí: “Amiga (decía mi nombre), muchísimas felicidades en tu cumpleaños!, Felicidades también por haber elegido la mejor forma para celebrarlo. Ojalá hayas disfrutado a plenitud. Son los mejores deseos de (decía sus nombres)”.

 

Denisse Español