Washei

Por Néstor E. Rodríguez

En su celebrada pieza teatral Dominicanish, Josefina Báez aborda el tema de la experiencia del tránsito entre Santo Domingo y Nueva York, en particular la precaria situación del inmigrante atrapado entre espacios culturales distintos. La obra de Báez sugiere la existencia de múltiples conexiones entre el allá idealizado de la tierra nativa y el aquí real del territorio huésped. De estas conexiones se ocupa Jesse Hoffnung-Garskof en A Tale of Two Cities. Santo Domingo and New York After 1950, brillante análisis de la historia moderna de los barrios de Cristo Rey en la capital dominicana y Washington Heights en el extremo norte de Manhattan. El libro es una rareza. Una prosa ágil, exenta de tecnicismos, hace de su lectura una experiencia no sólo enriquecedora sino sorprendentemente entretenida. Alcanza por igual a académicos y al público no especializado.

Hoffnung-Garskof se interesa por la “historia transnacional” de los barrios Cristo Rey y Washington Heights. Con esto se refiere, entre otras cosas, al accidentado desarrollo de las dos comunidades en tanto zonas conformadas por sujetos desplazados, a saber: campesinos del interior del país, en el caso del Cristo Rey de los años 50, e inmigrantes dominicanos forzados al exilio sobre todo en la década del 70, en lo tocante a Washington Heights.

Su fuente principal son las “historias de barrio”, es decir, los testimonios orales de dominicanos y dominicanas que vivieron en carne propia las transformaciones de sus respectivas comunidades a lo largo de cuatro décadas. Por ejemplo, al rememorar el surgimiento de lo que luego se llamaría Cristo Rey, “don Marcelino” explica que a principios de los años 60 “sólo había trece familias; no había barrio, todo lo que había era monte. Trabajábamos juntos en la agricultura y en la cría de ganado”. Don Marcelino alude aquí a los orígenes del barrio en terrenos donde Trujillo tenía ubicados sus establos. A partir del ajusticiamiento del tirano en 1961, y como consecuencia de la debacle de la economía agrícola a causa del cultivo monopolístico del azúcar, el éxodo de campesinos a esa zona periférica de la capital dominicana llegó a tal punto que incluso surgieron nuevos asentamientos ilegales – “El Caliche”, “Corea”, “La Puya”, “Jarro Sucio”, “El Hoyo de Chulín”– en una franja que alcanzó a cubrir buena parte de lo que más adelante se denominaría “Zona Norte”.

Hoffnung-Garskof, historiador con vocación de geógrafo, cree que la historia de una ciudad se cuenta de modo más preciso fatigando sus zonas más recónditas, esas que se le escapan al ojo del turista y que raras veces apelan a la curiosidad de los planificadores urbanos. En Cristo Rey, Hoffnung-Garskof encuentra el envés del celebrado crecimiento económico dominicano de las últimas décadas, la cara oculta del Santo Domingo de la supuesta transición hacia la democracia que en las últimas dos décadas ha abrazado a pie juntilllas la prédica normativa del Fondo Monetario Internacional con consecuencias nefastas para el grueso de la población. El historiador también halla en su trabajo de campo en las comunidades que integran Cristo Rey muchas de las taras que dominan la idiosincrasia de la capital –los prejuicios raciales y de clase serían los ejemplos más impactantes de ello– y que se ven representadas singularmente en la cultura de pompa y boato que acapara las páginas sociales de los principales diarios dominicanos.

Como se demuestra con contundencia en los capítulos iniciales de A Tale of Two Cities, en Santo Domingo la sociedad aún se rige por los códigos de “Ciudad Trujillo”, como se conocía a la capital dominicana de 1936 a 1961, sobre todo en lo que concierne a la manera de entender la cultura. El peso de esa tradición nacionalista hace que a más de cuarenta años de desaparecida la dictadura el establishment cultural dominicano aún considere válido el reprensible sentimiento antihaitiano, o que celebre una herencia indígena puramente histórica a la vez borra sistemáticamente toda mención de la influencia africana en las discusiones sobre la nacionalidad. Las historias personales de los residentes de Cristo Rey se ven atravesadas por los ecos de esa Ciudad Trujillo que se dilata y recrudece en los doce años de Joaquín Balaguer en el poder (1966-1978). Ciertamente, Balaguer, quien sirvió a la dictadura como panegirista, canciller, embajador y hasta “presidente títere” en los años finales de la tiranía, se convirtió en el continuador de las prácticas despóticas de Trujillo. En La fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa ofrece quizás el retrato más preciso de esta figura siniestra que se desarrolló entre bambalinas a lo largo de tres décadas de dictadura, y que a la muerte de Trujillo confirió un grado mayor de sofisticación al autoritarismo de esos años anteriores.

Una de las características más salientes de los sucesivos gobiernos de Balaguer fue la continuación de la política de represión del viejo orden. Llegado al poder con el apoyo y asesoramiento de los servicios de inteligencia de Estados Unidos en 1966, Balaguer fue el responsable de la desaparición casi total de la militancia izquierdista dominicana de los años 70, que se concentraba principalmente en el poderoso movimiento estudiantil surgido a raíz de la guerra de abril de 1965 y la segunda invasión del ejército norteamericano poco tiempo después. De hecho, aquellos que tuvieron suerte y pudieron escapar de la represión balaguerista por la vía del exilio se establecieron en la ciudad de Nueva York y continuaron allí con su activismo político.

Por un lado, la evolución de Cristo Rey de zona rural a “espacio urbano semiformal” se puede explicar gracias a la iniciativa individual de gente que nunca se dejó amedrentar por los constantes desalojos, pero también por la intervención directa de funcionarios del gobierno y líderes comunitarios en la organización de diversos proyectos de interés social, como por ejemplo la pavimentación de calles y el establecimiento de alumbrado eléctrico y acueductos. Asimismo, con estos y otros cambios orientados a la modernización de Cristo Rey llegaron las visiones de mundo de la sociedad capitaleña, marcada en gran medida por la influencia estadounidense y su filosofía del consumo desmesurado. Buena parte de los residentes de Cristo Rey entrevistados por Hoffnung-Garskof miran con nostalgia el tiempo en que el barrio no conocía problemas de delincuencia ni la abulia de la juventud. Otros, sin embargo, celebran la idea de un “progreso” que se mide en base a la prosperidad material. Lo curioso del asunto, y este es uno de los puntos más atinados de A Tale of Two Cities, es que en el barrio ese progreso económico no implica necesariamente un ascenso social. Es lo que ocurre en el caso de los inmigrantes de retorno. Los “dominican-york”, como se le conoce popularmente a los dominicanos expatriados y sus descendientes con una gracia no exenta de prejuicio, enfrentan la crudeza de la discriminación a pesar de contribuir con millones de dólares en remesas cada año a la economía de República Dominicana.

Como si de un espejo de feria se tratase, otra de las grandes contradicciones de la sociedad dominicana reflejada en la historia de Cristo Rey tiene que ver con el profundo sentimiento antiimperialista que dominó el imaginario popular dominicano como consecuencia de la invasión de los marines en la guerra civil del 65. Ese sentimiento se alterna con una decidida admiración por el estilo de vida norteamericano. Hoffnung-Garskof piensa que el espejismo de la modernidad estadounidense, apuntalado en el control de los medios de comunicación, en buena medida determinó la emigración a Nueva York en flujo creciente a partir de los años finales de la década del sesenta, específicamente a Washington Heights, en el extremo norte de la isla de Manhattan.

Washington Heights es el lugar del mundo con mayor concentración de dominicanos fuera de la isla de Santo Domingo. Sus orígenes se remontan a los albores del siglo veinte cuando esta zona hasta entonces rural pasa por un proceso de urbanización acelerada similar al ocurrido en el Cristo Rey de los años sesenta. En la primera mitad del siglo pasado Washington Heights estuvo poblado en su mayoría por irlandeses y judíos, pero a partir de los años de la Segunda Guerra Mundial empezó un flujo sostenido de afroamericanos de clase obrera. Para la década del cincuenta un nuevo grupo social empieza a asentarse en el sector. Se trata de puertorriqueños salidos del East Harlem o “El Barrio” en busca de cierta movilidad social, pero también de recién llegados que habían dejado la isla siguiendo las promesas de bienestar que pregonaban el gobernador Luis Muñoz Marín y los estrategas del novel Estado Libre Asociado de Puerto Rico.

El Washington Heights de los cincuenta reflejaba la coexistencia tensa de las diversas etnias que dieron forma al actual Nueva York. Ya era notable para ese momento la separación de grupos sociales en tres categorías: blancos, negros y puertorriqueños. Esta segmentación, que atravesaba líneas económicas, provocó que la zona norte de Manhattan se convirtiera en escenario de cruentas pugnas políticas, en particular en lo que concierne al control del sistema educativo público en el sector. Los dominicanos que empiezan a establecerse en Washington Heights a principios de los años sesenta se encuentran con un ambiente muy poco propicio para la convivencia armoniosa entre conciudadanos.

Aunque hay constancia de un número considerable de dominicanos en Nueva York desde los albores del siglo pasado –como se puede constatar en las Memorias de Pedro Henríquez Ureña–, sin duda la oleada inmigratoria posterior al fin de la dictadura, que es la que privilegia Hoffnung-Garskof, ha sido la de mayor impacto tanto en la historia social contemporánea de República Dominicana como en la de los Estados Unidos. Y en ninguno de estos países ha sido tarea fácil el reconocimiento de ese influjo. El primer y más grande obstáculo que enfrentan los inmigrantes dominicanos en Washington Heights tiene que ver con la manera de concebir la raza. Habituados a escamotear toda alusión a la negritud –efecto de la pedagogía nacionalista que domina el debate sobre la identidad en la tierra natal–, la “colonia dominicana” en Nueva York aprende a reconocer allí su indiscutible condición afroantillana. Otro tanto puede decirse de la categoría étnica del hispano o hispanic. El inmigrante dominicano se descubre de pronto encasillado.

Para ejemplificar el tipo de tensiones sociales, raciales y étnicas a las que se enfrentaron los dominicanos en el Washington Heights de los años sesenta y setenta Hoffnung-Garskof escarba en un archivo poco convencional: el del sistema educativo público y su altamente politizada estructura. La historia de las intrigas en torno a la dirección de las diversas escuelas de la zona es indicativa de la tirantez entre maestros y padres blancos, negros y puertorriqueños en el Nueva York de ese período. En el caso particular de Washington Heights, a ese conjunto hubo de añadirse la participación de cubanos y dominicanos que, a pesar de su condición de recién llegados, muy pronto adquirirían conciencia política y aceptarían lanzarse al ruedo con la intención de escalar posiciones en las instituciones de poder de la comunidad. Aun así, como bien demuestra Hoffnung-Garskof, los dominicanos se inmiscuyeron poco en los afanes de la política de la Gran Manzana en comparación con los demás grupos hispanohablantes. La situación es por demás chocante puesto que la inmigración dominicana que se estableció en Nueva York en los sesenta estaba integrada en gran medida por militantes de izquierda y veteranos de la guerra del 65 que habían cultivado estrechos lazos de colaboración con movimientos progresistas de la ciudad, tales como Black Power y los grupos pro derechos civiles. Llama la atención que la parte más políticamente activa de esa inmigración, conocida por su persistente denuncia tanto del autoritarismo balaguerista como del imperialismo estadounidense, haya sido tan indiferente a las luchas políticas locales que gravitaban a su alrededor.

Lo que sí no se les escapaba ni los activistas de izquierda ni a la inmensa mayoría de la población inmigrante dominicana era los intríngulis de la política nacional. Esta realidad no pasó desapercibida para los dirigentes de los principales partidos políticos de Santo Domingo en los años setenta. El Partido Revolucionario Dominicano (PRD), el Partido Reformista del incumbente Joaquín Balaguer –más adelante denominado Partido Reformista Social Cristiano (PRSC)–, y más tarde el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), supieron capitalizar del sentimiento de pueblo que aglutinaba la cada vez más creciente población dominicana en Nueva York.

La pervivencia de la cultura dominicana en Nueva York y su importancia de cara a los cambios en la demografía urbana de la ciudad es un hecho incuestionable –como lo es la manera en que la fuerza económica de los inmigrantes ha transformado a su país de origen, sobre todo en lo que respecta al hábito consumista–. Hoy día la población inmigrante más numerosa de Nueva York, y con importantes asentamientos en San Juan de Puerto Rico, Miami y Boston, la comunidad dominicana ha adquirido además una visibilidad considerable en las esferas política, cultural, académica, económica y deportiva en los Estados Unidos de las últimas décadas. Se evidencia la presencia de una comunidad pujante con intereses diversos pero cohesionada por la idea de un origen nacional común. El máximo ejemplo de esto puede que sea la Dominican-American National Roundtable, organización que desde el año 1997 congrega a ciudadanos de origen dominicano para adelantar intereses comunes. El panorama sugiere el tipo de aunamiento social propio de grupos humanos desplazados que no contemplan el retorno definitivo a la tierra natal. Siendo este el caso, es curioso que en las 319 páginas del estudio de Hoffnung-Garskof no aparezca la palabra diáspora siquiera una vez, aunque sí aparezca citado el principal proponente del uso de ese término para referirse a los inmigrantes dominicanos en Nueva York: Silvio Torres-Saillant, reconocido intelectual dominicano afincado en la Universidad de Syracuse.

En las convincentes páginas finales, Hoffnung-Garskof demuestra con estadísticas y testimonios orales la desgarradora historia del movimiento de personas entre los puntos de la geografía cultural dominicana que representan los barrios de Cristo Rey y Washington Heights. El libro es categórico en que la emigración de índole política que caracterizó el desplazamiento de dominicanos a Nueva York en los años sesenta y setenta devino en la década del ochenta en un éxodo eminentemente económico. Así ha sido, en efecto, como consecuencia directa de una administración inoperante liderada por el entonces presidente Salvador Jorge Blanco, y de las draconianas reformas impuestas por el Fondo Monetario Internacional a República Dominicana para remediar la debacle fiscal.

En pocas palabras, el Santo Domingo de los años ochenta atestiguó la quiebra de la clase media nacional. En cuestión de unos años la brecha entre ricos y pobres, de por sí ya amplia, se hizo abismal. En consecuencia, la emigración ilegal alcanzaría niveles nunca antes vistos en la historia del país. La partida furtiva de dominicanos hacia Puerto Rico en rudimentarias embarcaciones que no siempre llegan a su destino se ha vuelto desde entonces una estampa recurrente en los diarios dominicanos. Por su condición de “territorio” estadounidense, la vecina isla funciona como la puerta que asegura a los indocumentados el acceso a las mieses del “sueño americano” pretendidamente seguro en el lejano Nueva York. Empero, la odisea en busca de ese bienestar no siempre conlleva desenlaces gratos. Con el examen detenido de las angustias y satisfacciones que dimensionan el acontecer de los días en las comunidades de Cristo Rey y Washington Heights, Jesse Hoffnung-Garskof ha expuesto soberanamente los modos contradictorios en que se desarrolla la historia social de la República Dominicana moderna. NR

 

Nestor