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Por Juan Dicent

El Check Cashing es una especie de bodega financiera para los pobres. En este negocio en lugar de vender víveres, arroz, aguacates, papel higiénico y tickets de lotería se cambian cheques, especialmente del Income Tax y de nóminas de compañías pequeñas; se venden Money Orders cobrando una comisión de 29 centavos; se pagan facturas, los indeseables biles; se envía dinero a través de Western Union hacia cualquier país, predominando los destinos tercermundistas, incluyendo Cuba y Andorra; se venden tarjetas telefónicas y Metrocards para las guaguas y el subway; se venden sellos postales para la romántica comunicación en papel. Hay un ATM, una máquina de refrescos, otra de chicles; como un hermano siamés del comercio casi siempre comparte el local con una bomba de gasolina o una convenience store y siempre merodea un tipo con dvds pirateados: “You ain’t seen yet Spider-Man man?”

Los empleados de los Check Cashings, por lo menos en el Bronx, son latinos y negros. Y los clientes también son latinos y negros. Nadie sabe quién fue primero, si el empleado o el cliente, pero evidentemente uno atrajo al otro. Y es que los inmigrantes pobres tenemos miedo de las poderosas instituciones vinculadas estrechamente al sistema, esa ubicua abstracción de autoridad que un día te ayuda y al otro te deporta. Por nada del mundo queremos entrar a uno de esos bancos parecidos a catedrales con candelabros antiguos colgando del techo, murales de museos y una solemnidad que te obliga a susurrar. Para nosotros es más cómodo ir a un ventorrillo donde siempre hace mucha calor o mucho frío porque el aire acondicionado ya ha adoptado un temperamento caribeño; donde en la fila la gente vocea como si estuviera en una gallera y se disfruta de la indiscreción latina cuando el sujeto injuriado no es uno; donde se puede venir en la madrugada porque está abierto las 24 horas hasta los días feriados; donde una mujer con ojos de manicomio le grita al cajero con pinta de chulo obscenidades capaces de sonrojar a un chulo verdadero y uno espera que el cajero empiece a gritar también pero mejor cierra su caja con estrépito sin pedirle permiso al supervisor que finge hablar por teléfono y uno teme lo peor al verlo salir decidido con los puños cerrados y dirigirse como un toro hacia la mujer que continúa gritando ya histérica y el cajero agarra a la mujer del brazo y la arrastra al carro y la monta en el asiento del pasajero cuidando que no se golpeé la cabeza y él se monta golpeándose la cabeza y el carro arranca guayando goma sale del parqueo dejando un mal sabor en los paladares de los mirones induciendo a un viejo exclamar ante este despliegue de mal gusto: ¡Por el amor de Dio, dale aunque sea una galleta a esa loca!

 

Juan Dicent