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Por Néstor E. Rodríguez

Probablemente la exégesis más aguda en torno al significado de la ciudad moderna esté condensada en un texto de ficción: Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Es común encontrar entre la extensa bibliografía sobre la cuestión urbana alusiones a la obra del famoso narrador italiano. Llama la atención el hecho de que entre las múltiples lecturas que ha propiciado Las ciudades invisibles por parte de los estudiosos de la realidad urbana moderna el autor lo entienda como un texto fundamentalmente elegíaco: “¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades” (15). De entrada habría que pensar en qué certezas activan la nostalgia de Calvino, qué valores específicamente urbanos dejamos de experimentar en las ciudades de hoy, o a mejor decir, en la polis única que para desgracia de los neomilenaristas seguimos artificiando con el pragmatismo aristotélico de siempre.

Desde su configuración inicial en la Europa del medievo, la ciudad de Occidente ha sido el espacio de lo proteico, una zona integrada por lo diverso en su sentido más lato. Producto de la necesidad de un lugar de encuentros e intercambios, la imaginación medieval inventa la ciudad como un ámbito de relaciones en principio de orden comercial, pero luego sujeto a intercambios de toda índole. Más adelante la ciudad adquirió la textura del tamiz por el que habían de transitar tanto el individuo, con su equipaje de vivencias anónimas, como el conglomerado supraindividual que lo integraba en la forma de la sociedad y sus instituciones coercitivas. La ciudad fue entonces entelequia.

Michel Foucault etiquetó el siglo XX como “la época del espacio” (22). Hoy menos que nunca se podría cuestionar la certeza de este dictum. Basta con rasgar un poco en la cotidianidad de cualquier punto del orbe para entender el modo en que opera el espacio urbano en nuestra constitución como individuos. Henri Lefebvre, por ejemplo, entiende el espacio citadino como “la mediación de las mediaciones” (101), una visión teórica de la ciudad que lo acerca estrechamente a las conclusiones que el propio Calvino alcanza desde la intuición estética:

Pero la ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas. (26)

Como sugieren Calvino y Lefebvre, la objetividad de la ciudad es la objetividad del lenguaje, de ahí que sus contornos sean susceptibles de análisis. Ahora bien, ¿quién se encarga de la exégesis de esa matriz significante que es la ciudad en la era del ocaso de los antiguamente infalibles modelos epistemológicos de Occidente? ¿a qué hermeneutas abanderar en esa empresa crítica? Para quien se proponga examinar la llamada “ciudad postutópica” de hoy el panorama no será otro que el de un cuerpo hecho de retazos de la “era del simulacro y la reproducción irónica.” Como afirma la filósofa española Rosa María Rodríguez Magda:

Nos encontramos en el seno de la frankensteinización de la cultura, de la sociedad y de la vida. Mientras las sociedades avanzadas nos ofrecen un modelo hologramático, retroviral, de redes informáticas, de fusión cyborg entre la biología y la técnica, el mundo en su conjunto nos retrotrae al territorio preindustrial de lo monstruoso, fragmentos distorsionados e irreciclables de un siglo que se acaba. (11)

La esfera operativa del intelectual que pretende discernir los ritmos de la ciudad frankensteinizada es desmesuradamente compleja. Expuesto el basamento metafísico-epistemológico de Occidente como un espejo de feria, parecería que la actividad de la intelligentsia estuviera destinada o bien a la postura indiferente rayana en el cinismo con respecto al objeto de estudio, o a la autointuición de su incapacidad de lidiar con fenómenos ahora desprovistos de su dimensión de acontecimiento.

Pero este sujeto anónimo que fatiga la metrópoli postutópica, este quídam que en sus cogitaciones manosea la nada del orden urbano puede que ejercite formas menos tediosas de habitar la ciudad, modos de andar menos decididamente falibles. Primero que nada habría que matizar esa pretendida condición “postutópica” o “postideológica” que las soledades academicistas han fraguado en las últimas décadas del siglo XX. Más allá de las nuevas herramientas para el análisis crítico que nos han legado, la pura realidad de la vida urbana a todo lo largo del planeta da pie al cuestionamiento de esa situación pretendidamente postutópica. Las taras de la modernidad no desaparecen con la fibra óptica y la comunicación virtual; los oscuros heraldos del nacionalismo, el odio étnico, la desigualdad social, el discrimen en todos sus calibres, el autoritarismo y la intolerancia continúan posando su mano en el hombro del transeúnte. Entonces, ¿cuál debería ser el lugar de la intelectualidad en un panorama tan desalentador? Desde el espacio de lo literario se han barruntado salidas. El paseante postutópico bien podría ser el figurado en la poesía del salmantino Aníbal Núñez, que habita la ciudad “alzado de la ruina”; o bien lo que predica el vasco Bernardo Atxaga con un modelo no menos audaz: el escritor debe ir siempre “más allá de la doxa, de la opinión común, de aquella versión dominante, indiscutible del mundo” (Martín 195). Trabajar con las palabras desde la óptica del animal paradójico propuesto por Atxaga precisa de una nueva ética signada por lo que Rodríguez Magda entiende como “pragmatismo creativo”:

Lo contrario de las grandes teorías unitarias es la multiplicidad, no su aniquilación en la nada, porque de la multiplicidad nace la fuerza de la controversia, de la crítica, el uso público -que no universal- de la razón, y la necesidad de consensos como formas revisables de experimentación democrática de la libertad. (18)

La intelligentsia formada a partir de estas directrices éticas mantiene vigente la pulsión utópica que los escépticos persisten en abominar. En la agenda de estos nuevos cruzados del pensamiento está el imaginar una verdadera cultura democrática surgida de la pragmática de su propio discurso en el marco de la sociedad civil. Escritores como Bernardo Atxaga y críticos culturales como Néstor García Canclini y Silvio Torres-Saillant constituyen ejemplos paradigmáticos de la corriente intelectual descrita hasta ahora.

Atxaga propone entender el País Vasco en términos urbanos para de allí articular una idea de la identidad menos afincada en imperativos nacionalistas y sí en variables de índole cultural. Para ello sugiere una “ciudad vasca” o Euskal Hiria que sustituya al Euskal Herria o “pueblo vasco” predicado por el nacionalismo eukaldún en todas sus vertientes. Esta visión, elaborada por extenso en la novela Obabakoak, implica el construir la identidad cultural vasca desde parámetros más dúctiles que la anquilosada concepción romántica del Volk. Por su parte, Néstor García Canclini examina el lugar en que la aldea global toma el nombre de México en términos similares. Para García Canclini hay que concebir la megalópolis del estado mexicano como “ciudad cultural”, un espacio que incorpore la multiculturalidad y plurietnicidad de la sociedad mexicana de cara a la materialización de la cultura democrática: “una cultura democrática es la que nos habilita para ser distintos. Y nos habilita para valorar también a los que son distintos y reconocer su diferencia como legítima” (59). Desde el marco sociocultural de la República Dominicana, Silvio Torres-Saillant propone una ciudad parecida. Muy distantes del reduccionismo de la teoría cultural institucionalizada por el Estado dominicano, los escritos de Torres-Saillant parten de la vindicación de la diáspora dominicana como “comunidad epistémica alternativa” para describir los contornos de un sujeto nacional reconocido en su mismidad, en su herencia afrocaribeña y su carácter multicultural:

En la medida en que el discurso sobre la nación dominicana se desvincule de idearios genocidas y de nociones fraudulentas sobre la fisonomía podría entrar en vigencia un esquema de pensamiento que no repela la diversidad cultural y étnica de la población. Sería cuestión de deponer los protocolos de exclusión que han predominado en la discusión sobre la dominicanidad, canjeándolos por la modalidad contraria, los protocolos de inclusión. (91)

Desde sus respectivas agendas, estos intelectuales creadores representan ejemplos del afán especulativo por artificiar modelos de pensamiento que propicien cambios reales y consecuentes en la sociedad. Su trabajo parecería sugerir que la posibilidad misma de habitar sin demasiadas ansiedades la ciudad postutópica estriba en salvar de la trepanación de la modernidad los valores transformadores de la razón, a saber: la libertad, la autonomía, la justicia, el conocimiento. Acaso en la revaloración de la ética del compromiso en lo que al trabajo intelectual se refiere esa ciudad pueda ser posible. NR

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Obras citadas

Atxaga, Bernardo. Obabakoak. Trad. Bernardo Atxaga. Barcelona: Ediciones B, 1993.

Calvino, Italo. Las ciudades invisibles. Trad. Aurora Bernárdez. Madrid: Siruela, 1998.

De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. Trad. Alejandro Pescador. México: Universidad Iberoamericana, 1996.

Foucault, Michel. “On Other Spaces” Diacritics 16 (1986): 22-27.

García Canclini, Néstor. Imaginarios urbanos. Buenos Aires: Eudeba, 1997.

Lefebvre, Henri. Writing on Cities. Oxford: Blackwell, 1996.

Martín, Annabel. “Modulations of the Basque voice: an interview with Bernardo Atxaga” Journal of Spanish Cultural Studies 1.2 (2000): 193-203.

Núñez, Aníbal. Obras completas. Madrid: Hiperión, 1995.

Rodríguez Magda, Rosa María. El modelo Frankenstein. De la diferencia a la cultura post. Madrid: Tecnos, 1997.

Torres-Saillant, Silvio. El retorno de las yolas. Ensayos sobre diáspora, democracia y dominicanidad. Santo Domingo: La Trinitaria, 1999.

 

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