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Por Elidio La Torre Lagares

Saber levantarse a la hora que sea o lo opuesto: acostarse sin hora. Horas frente a la pantalla. Horas frente a la libreta, bolígrafo en mano y sin escribir una sola palabra. O sentado en el inodoro, a la espera de la inspiración divina. Hablo de escritura, claro. De la invocación a los dioses para que nos concedan la luz y la inspiración. La llegada de las musas. Todo siempre afuera y nada por dentro. Ya, de por sí, un conflicto. Nudos argumentales, ¿no?

Y puede que uno se dedique, como es mi caso, a enseñar técnicas de redacción que a la larga serán suplantadas por la manera que a uno le venga en gana para escribir lo que con la misma intensidad se le antoje, pero, a fin de cuentas, siempre se lee de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo.

Yo siempre digo que es más fácil destruir que crear, aunque ambos actos se parezcan. Y cuando se trata de escritura, no pare más. No se puede romper con lo que uno no sabe cómo se construye. Pero lo fácil a veces es anatema si confunde o no se deja entender. La claridad, por el contrario, es una simpleza complicada. Gana lectores, ese otro complemento de todo aquel que se dice escritor.

Y así, el más inaprehensible de todos los géneros, la novela, requiere que uno se adecúe a las exigencias de elaborar el género. Por tanto, escribir un género que de por sí –Bajtín, siempre Bajtín- no se atempera a definiciones, exige que el escritor se acerque al mismo como quien entra en un ritual ceremonioso. Es decir: olvídese de los pájaros embarazados. La novela de un tirón no existe (Mis disculpas a Jack Kerouac, que reclamaba haber escrito En el camino en tres semanas –otras veces decía que en una- sin dormir y propulsado por la bencedrina).

Omar Pahmuk dice –y me entero por el ensayo de Alexandara Alter How to Write a Great Novel– que lo peor es la primera oración. Pero una vez sale –luego de 50, 100 intentos-, el resto es otra ficción. Michael Ondatjee escribe en libretas tamaño carta y luego se dedica, literalmente, a cortar y pegar fragmentos. Isabel Allende se aísla de su familia en su propia casa. Margaret Atwood escribe en todo lo que encuentra, desde servilletas hasta recibos de compras. Colum McCann escribe todo en letra tamaño 14 y luego edita en tamaño 8. Don De Lillo no escribe en computadora pero se adscribe a la maquinilla. Edwidge Danticat, luego de un intricado sistema de fotos y diagramas, se sienta a escribir a mano pero luego se graba leyendo su propio trabajo. Nada más que hacer: Richard Powers utiliza el sistema de reconocimiento de voz y, literalmente, dicta sus novelas a la computadora. Mientras tanto, Junot Díaz necesita encerrarse en el baño.

Luis López Nieves, como Dostoievski, escribe de noche y duerme de día. Rey Andújar no sólo entrena como si fuera para las olimpiadas, sino que, como Sartre, es un grafómano obsesivo.

Ah, ya lo dijo García Marques: escribir y detenerse solamente cuando haya que comenzar de nuevo al otro día, cosa que aprendió de Hemingway.

Y yo digo como Beckett: “Escribe. Si fracasas, vuelve a fracasar. Fracasa mejor”.

Entonces me pongo los pantalones.