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Por Elidio La Torre Lagares

Paseaba junto a mi hija por el pueblo de mi infancia mientras yo dejaba huellas por las aceras, desahuciando memorias tardías, rebuscándome, tomándome en el deterioro invisible del recuerdo. Apenas comenzaba el año, aunque la lentitud sincopada al año anterior barnizaba con cierta uniformidad la sensación de tiempo. No hice resoluciones de año nuevo, me di cuenta.

Resolución (f.): un signo con tantas acepciones. Acción y efecto de resolver o resolverse.Ánimo, valor o arresto. Actividad, prontitud, viveza. Cosa que se decide, entre otras.

Las resoluciones deberían ser una constante, y por eso no las necesito, porque mi boca hace el camino. Si acaso, me detuve a mirar dónde quedaba todo el paso recorrido hasta ahora. Es largo pero no es lejos. Los versos se encogían como orugas dispuestas a tejer su capullo. Tomé a mi hija de la mano, y continué la marcha.

En las ciencias físicas, una resolución es la distinción o separación mayor o menor que puede apreciarse entre dos sucesos u objetos próximos en el espacio o en el tiempo.

La vida es un poema, que es la física del lenguaje.

La pérdida siempre es consustancial con el hábito de morirse, pero estas cosas uno no las conoce de niño. Es perfecta la ilusión y por eso debe ser que no existe, excepto en el acto de desear.

Ver apagarse un país no es la idea de paisaje pintoresco cuando de uno depende la vida de otros ser humano, su comida, el techo bajo el cual vive, la educación que recibirá.

Miro a mi hija. Sophia es la complicación dulce. Es artista, y a los artistas tiene que dolerle el mundo, tiene que parecerle todo insuficiente e imperfecto para que puedan tornearlo en su imaginación. Ella dibuja todo el tiempo, como si poseyera un lápiz mágico y quisiera dar nuevos trazos a la realidad. Todo en ella cambia, como por una magia.

Y así, descubro que la sencillez ha tomado un primer plano en mi vida. Mi mundo es grande y mientras más grande, se me hace más íntimo. Me basta lo suficiente.

La comodidad de sentirse bien con uno mismo es un bien de consumo en estos días, pero el deseo siempre será acomodaticio al anhelo, por lo que hay que aprender a pedirlo mientras uno le da treguas al mundo para poder ver, en la quietud y en la distancia, la magnificencia y el esplendor y lo terrible del mundo.

Aprendo tanto junto a mi hija, que me destella sabidurías que a veces, a mi edad, entiendo algo similar a la manera que los elefantes recuerdan el lugar donde murieron los suyos.

Mi hija se alimenta de quimeras que no deja que se apaguen, porque en sus ojos siempre hay una palabra que rompe la luz en colores, que no se puede reparar porque no la voz no la alcanza.

Y de esta manera comprendo toda la poesía y toda la maravilla que a veces se nos escapa en cada minuto que menospreciamos la vida por llenar hábitos de conformidad, quizás un proclive vicio de conformismo.

Al ofrecerle algo de comer -el recorrido quema energías y abre el apetito- y, a sabiendas que tiene el mundo a pedir de boca, mi hija me dice que no tiene hambre, que tiene todo lo que desea y yo le creo.

Mas se equivoca, porque a los once años el mundo no está ni medio vacío. Ya le dará hambre, pensé, y dejé mi vista correr por la plaza, la iglesia, las calles, la panadería de la esquina, la alcaldía, el cielo gris.

Acabada la caminata, beso a mi hija, y nos regresamos al cemento, el eufemismo habitual para referirnos a San Juan.

Vengo liviano: mi pérdida es la ganancia de Soph. La voy a extrañar cuando ya yo no esté.