TRA

Por Jimmy Valdez

Mis ojos ven llegar el tren.  El “L” se viene tragando medio Manhattan, medio mundo. Es una feria su intestino, un carnaval, muchas cifras de seguidísimos ceros; elaborada de conjuntos, en su  mayoría ingénitos al esbozo, parecidos a migas, islas e islotes. Trae hombres, muchos hombres, solos y conducidos por lo inconcluso, de lo mortecino, indefensos ante el árido desierto de las interrogantes, del inseguro alabastro del péndulo, de lo propio de la retama, en fin, de la soledad cosida a los cimientos del desgarro.

El tren “L” lleva mis ojos, lleva mi cuerpo, mi cerebro, mi yo engavetado. Solo al tren “L” le doy su lugar, el resto que ha de importarme; soy otra isla, otra gota, otro islote con dirección de encierro, como una maquina igual de androide.

En el vagón todo es un homenaje a lo absurdo, una inmersión en la negra quietud de una larga lista de transportados. Una mujer abriéndose paso entre las piernas, los codos y las miradas de aquel océano mutante aferrado a las pasaderas del apoyo. Quinientos ojos o más, quinientas manos, quinientas preocupaciones per cápita esperando que el “L” vomite en la próxima estación y contar con la suerte de alcanzar un asiento, si que a alguien de los afortunados se le ocurre en su abstracción reparar que es su destino aquella parada  en las catacumbas de Brooklyn.

La mujer viene vociferando el mismo vocablo. La estación es un lleno, los desterrados empiezan a salir de las factorías y corren a prisa a las puertas del tren. Nadie escapa; ahora somos más en la barriga del “L”. Vienen emanando, creciendo, deshaciendo los cruces de manos hasta encontrar el pase un poco más adentro. Entran y empujan, entran y dividen, entran y forman islas, islas sobre las islas, un archipiélago de escombros, una congestión de maquinas encarnadas, de robots, de jaulas sin sonidos a pájaros, a vida…

El tren “L” es una poderosa nube gris. El mapa del Subway lo indica en gris, lo dice en gris y no se equivoca. En el correr del “L” los grises estamos pegajosos, tristes, cansados, con premura, en un intento de repercutir profundamente en la memoria tierna de nuestros hijos, de nuestras esposas, de nuestras madres, de nuestros amigos y de un país que se fue quedando en las fronteras alambradas por las púas y las miserias.

Doy en lo perplejo, esta mujer desviste mi nombre.

Exasperados por el sudor, el olor a comida, aceites rancios, mezclas de cemento, sucios ancestrales y frutas podridas, el tren adelanta tres estaciones dejando a otros muertos en su salir por aquellos huecos que dan a la calle.

-Es con usted, es a su persona!-… y la mujer clamando mi nombre. –Es a usted, si a usted mismo, señor!…  El mundo vino a parir a New York.  Insólita es la línea del “L”, tiene resonancia de rieles viejos, maltrechos, rieles que retornaron de otro infierno a este infierno, de un tren distinto, de un tren sin enterrar como le pasa al “L” que lo engendraron sombra y vergüenza, sombra y trabajo, sombra y fastidio, para nada más.

-Hola! Disculpe usted, pero se le ha caído este sobre y desde la plataforma de Broadway le vengo intentando alcanzar…