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Por Fernando Ureña Rib

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Por el malecón de Santo Domingo iba un hombre joven caminando frente a mí.  Llevaba sandalias, vestía de blanco y su abundante cabellera rubia se mecía al vaivén de la brisa marina.  Al llegar a la esquina de la Av. Pasteur se detuvo,  miró la calle confundido y pregunté si le podría ayudar.   Apenas hablaba español.  Le orienté  hasta llegara a un pequeño apartamento  amueblado que alquilaba en el Reparto Aguedita, de la Av. Bolívar.  Se llamaba Manny y provenía de Noruega.   Estudiaba  las posibilidades de quedarse en República Dominicana y abrir un negocio.

 

–  Es curioso que quieras abrir un negocio en la Isla de Santo Domingo, cuando una buena cantidad de dominicanos prefiere arrojarse al mar y luchar con la muerte,  abrigando la ilusión de mejorar su vida.

– Me gusta mucho el país.  La gente es abierta, amigable, el clima cálido y la naturaleza es exuberante.  Ustedes son afortunados.  En Noruega pasamos tres cuartas partes del año bajo la nieve fría, los inviernos son largos y oscuros y la gente se siente deprimida y triste.

– ¿Y qué negocio quisieras abrir aquí?

– Un bar en la playa.  Aquí el alcohol es barato, los impuestos bajos y a la gente le gusta salir, beber y  divertirse.  Creo que tendría aquí buenos márgenes de beneficio.

– El negocio de bares suele ser arriesgado. A los bares entra toda suerte gente y el alcohol la transforma.  Además, contrario a lo que pasa en Noruega, aquí  hay una enorme e injustificada cantidad de armas en manos de la población civil. No sé si será buena idea.

– Haré un bar muy diferente. Es algo que nunca se ha visto por aquí.

 

Luego de aquel encuentro fortuito, nos hicimos muy amigos y discutíamos con frecuencia su proyecto.  Buscó socios y adquirió préstamos en Noruega.  El bar se llamaría “Vikingos” y estaría en  una especie de barcaza o arca flotante,  anclada en la playa de Boca Chica, que es de bajo calado y es cercano a la capital y al aeropuerto.   El diseño proveería alojamiento para las azafatas, unas jóvenes suecas y noruegas, de cuerpos  espléndidos, que empezaron a llegar y a hospedarse en mi casa.  Yo no les cobraba dinero, solo les pedía que posaran desnudas para mí.  Ellas se despertaban tarde, pintábamos luego del almuerzo y en  las noches nos íbamos a nuestro bar favorito de aquella época, El café Atlántico.  Todos estábamos felices.

 

Cuando la construcción del arca estuvo terminada, empezaron las angustias del proyecto.  Se necesitaban muchos permisos.  Las coimas y sobornos que les pedían funcionarios corruptos eran más dispendiosos que los impuestos mismos.  Manny hizo diligencias de acá para allá infatigable,  pero le negaban los permisos y le hicieron imposible abrir su local.  Solo logramos hacer espléndidas fiestas privadas en la cubierta, bajo la luna llena.

Un mal día llegó un huracán terrible y despedazó en aguas del mar Caribe todo el maderamen de la barcaza.  Manny y las hermosas modelos del  “Vikingos” no tuvieron otro remedio que regresar cabizbajos a las frías praderas y a los imponentes fiordos de Noruega.