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 por Bernardo jurado
 
 
Posee trescientos veinticinco días de sol, llena de restaurantes de tapas y mariscos, porque queda a orillas del mar y tiene una fluctuante cantidad de habitantes, que linda a las sesenta mil personas, de acuerdo a la época, por ello me estoy mudando a esa municipalidad española de la Costa del Sol en la provincia de Málaga al Sur de la Madre Patria.
 
Como hombre de mar, me seducen los veintiún kilómetros de playas que tiene y que puedo disfrutar todo el tiempo. Es tan bonito ese sitio, que fue escogido en los noventa por la organización Disney, para poner allí uno de sus parques, entre el mar y las montañas de Sierra Bermeja. En fin, viviré allí a partir del lunes.
 
En Maracaibo, querida ciudad al occidente de mi país, cuando a alguien le guardan, rencor le dicen: “ojala y te mudéis” y es que una mudanza siempre es traumática, aberrante, desgastante, denigrante y aunque lo hagamos para mejor y para vivir con mayor holgura, nos resistimos a los cambios y como soy tan holgazán, no quiero trabajar ni cargar cajas, ni los pesados muebles de la sala, ni la mesa del comedor, los enseres de la cocina y el ejército de copas, que guardo y que solo uso el diez por ciento de ellas, las miles de corbatas desparramadas por doquier en mi walking closet y de las cuales también usaré a lo sumo el cincuenta por ciento y que guardo como si fueran un trofeo napoleónico de alguna guerra europea.
 
Estepona, es el nombre de la provincia española, antes descrita, pero aquí en Miami, es una urbanización exclusiva, enclavada en un campo de golf, con casas color pastel, rodeada de impecables jardines, lagos por doquier y una avalancha de patos, que rodean, cual serenos silentes y a la vez temerosos, mi casa.
 
Me enorgullecen mucho, no los libros que he escrito, sino como decía Borges: “los que he leído” y he tenido que recogerlos y guardarlos en cajas, les he quitado el polvo y he hecho una liturgia encantadora de sus contenidos en mi mente, porque todos los he leído. Los he manoseado, he dormido con algunos de ellos, los he olido y disfrutado.
 
Si me he quejado con justa razón del peso de mis muebles, tengo que añadir, que eso no es nada en comparación con el peso de las cajas de mis libros y en ese esfuerzo cuasi prostático de acomodarlos me reía, asumiendo esa ramplona responsabilidad de entender que la literatura y las letras tienen un peso, con el que tal vez, nosotros, raros especímenes coleccionistas de las letras de otros, debemos cargar, como si las deficiencias y debilidades de los escritores, debieran ser compartidas por los lectores profesionales como yo.
 
En el restaurant del campo de golf de casa, me preguntaron a que me dedicaba y mentí diciendo que soy escritor, aunque les dije que soy un lector, pero en realidad lo que hago es llevar sobre mis hombros, cada vez que me mudo, el peso de la literatura.
 
 
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