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Por Fernando Ureña Rib

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Hace ya muchos años, un hombre llamado Gared vivía bajo el Reino de Moab,  en un oasis cercano al desierto de Gorep.  Con él habitaban plácidamente su mujer y sus tres hijas. El hombre se propuso desarrollar una ciudad a partir de una puerta y proclamó que quienes atravesaran aquel enorme arco de piedra tendrían derecho al agua del oasis y a una hectárea de tierra para sus crianzas de ganado y sus cultivos.

A cambio, quienes decidían quedarse, habrían de contribuir con prendas o labores a la erección de un muro fortificado en de rededor del oasis.

En las Llanuras de Moab las familias nómadas y trashumantes fueron atraídas por aquella puerta gigante que partía en dos el viento, de  modo que se acercaban y decidían probar allí su suerte.  Y quizás el viento se hizo cargo de propalar la voz.  Porque con el tiempo fueron llegando desde lejos  edomitas, arameos, amonitas, asirios y hasta  gente de Libia y Etiopía. Todos buscaban aquella puerta que llegó a simbolizar la paz, la libertad y la tolerancia que todos anhelamos.   

En las noches, junto al lago,  se asaban corderos, se cantaba a la luna de manera festiva y cada quien invocaba al dios de su predilección. Es cierto que para llegar,  muchos sufrían las más duras penurias.  Pero sentían gran alivio una vez atravesaban el umbral y se deleitaban con la miel y los dátiles de aquel oasis.  Algunos fenicios llegaban con camellos cargados de mercancía y la pequeña ciudad era todo un bazar próspero en el que se respiraba libertad, felicidad y abundancia.

Pero en Dhibán, el rey de Moab y sus sacerdotes vieron en aquello una afrenta angustiosa y una amenaza imperdonable.  En el ínterin, la pequeña ciudad se había hecho inexpugnable y solo había un acceso: aquella puerta que,  aunque vigilada celosamente por guardianes armados, no tenía hojas de metal ni de madera,  ni trancas o cerrojos. La gente solía entrar y salir libremente cuantas veces quería.

El rey de Moab y sus celosos sacerdotes pensaron que no les era ventajoso iniciar una guerra.  Quizás porque Gared había alcanzado gran reputación y era  admirado en todos los reinos y comarcas como un hombre justo y sabio.  Una noche, los poderosos moabitas se disfrazaron, entraron a la ciudad de incógnito y pidieron ver al gran sabio Gared. Ya en su presencia, sacaron puñales, lo degollaron a él y a su mujer y se llevaron cautivas a sus hijas.  Una vez en Dhibán, el rey abusó de ellas y las violó hasta lograr descendencia.  Entonces les nacieron tres hijos y con el tiempo sus madres les conminaron a vengar la muerte de sus antepasados.

Las madres les dijeron:  “Hay venganzas que tardan siglos y hasta milenios en consumarse. No descansen hasta completar  la venganza”. Transcurrieron generaciones, siglos, milenios de mucho batallar.  Aún hasta hoy los descendientes de Gared y de aquel rey de Moab, hombres poderosos, sintieron un odio complejo e indescriptible del cual no se podían librar.

Hasta hace poco.  Porque todos sus descendientes, de manera conjunta,  tuvieron un sueño en el que Gared se les apareció y les dijo: “Ustedes fueron obligados a salir de los linderos del oasis y cayeron en la trampa del odio.  El odio es una enredadera maligna y destructiva. Jamás les traerá paz al interior de sus almas.  Pero la puerta de la tolerancia y de la paz siempre ha estado abierta.  Regresen al oasis que cada uno de ustedes lleva dentro.  Serán libres y vivirán en paz, es decir, en amor.”