Por Ana Barcelona

Desde que llegué a Miami, he salido con 365 hombres tratando de encontrar al “príncipe azul”. Digo que he salido con todos estos sujetos, luego de hacer un inventario de las citas sentimentales de varias amigas, y de las mías. He salido con todos ellos, porque de una u otra forma me he visto envuelta en cada relato, trágico o alentador, que me han contado o que he vivido en carne propia en esas citas.

El príncipe Azul, ha variado según los gustos y necesidades de cada una de nosotras, a unas les gustan rubios, a otras, morenos, altos, delgados, fuertes, simpáticos, reservados… el abanico es extenso, como extensas son las experiencias que me motivaron a escribir al respecto.

Mis amigas también me han motivado a compartir estas vivencias (suyas y mías) en una serie de historias que iré publicando por este medio. La primera de ellas, en orden de entusiasmo por este proyecto, es Paty, cubana a más no poder y madre de jimaguas, léase, de gemelos. También está Esmeralda, no el personaje de telenovela, sino la hija de un adinerado cirujano plástico del que todas sospechamos se dedica, también, a negocios ilícitos. Marla, al igual que yo, aún no se ha casado, pero piensa seriamente en el asunto y se ha decidido a encontrar su “príncipe” en las iglesias de la ciudad, así que, pertenece o visita cuánto grupo de oración inicia en el sur de la Florida. Maritere, la más alta de todas nosotras, fue modelo en los noventa. Hoy es propietaria de una escuela de etiqueta y protocolo que también hace relaciones públicas a personajes del patio, de esos que se animan a inyectarse Botox, teñirse las canas con champú para hombres y que sienten debilidad por colocarse implantes de pelo. La más atrevida, podría decirse que es Débora, ella también se unió a nosotras en el gimnasio, donde nos reunimos cada semana, al finalizar nuestra clase de Zumba. La primera vez que la vi, me llamó la atención su bello cuerpo, sin celulitis a la vista, y su voz de hombre, un poco disimulada, con la que nos contó sobre su cambio de sexo. Las demás se han ido sumando a nuestro grupo cada miércoles, con el fin de contar sus experiencias y bebernos un zumo de frutas. Se podría decir que a todas nos une la Zumba y las citas.

Así que empecemos a matar al sapo:

El olvido (Sapo 1)

Corría el mes de noviembre, Miami era una delicia con su temperatura ni tan caliente ni tan fría, ni tan húmeda, ni tan seca. Recuerdo que era jueves y asistí a mi cita con el oculista. Llegué al Bascom Palmer a eso de las nueve de la mañana, aunque mi cita era a las diez. Luego de llenar todos los papeles administrativos con nombre, SS#, datos del seguro, tipo de sangre,cirujías pasadas, nombre de la madre, enfermedades familiares, y monto de cuenta bancaria (bueno, eso es una exageración mía, pero llené tantos papeles que casi llegamos a eso), me serví un café y me senté a leer en la sala de espera. No me percaté de la presencia de Alejandro, que también leía a mi lado, hasta que él no me abordó.

–¿Tienes algún problema en la visión?–, me preguntó. Y sin dejarme contestar, prosiguió: –Yo tengo astigmatismo. Sin los lentes soy considerado ciego en este país.

––Yo tengo miopía.

Esa fue nuestra primera conversación de muchas otras que seguirían en los siguientes meses, hasta que decidió invitarme a salir.

–Elige tú el lugar, yo paso por ti a las ocho de la noche.

Esa misma tarde, luego de salir de mi trabajo, pasé por Ross a comprarme un vestido para la cena. No ganaba lo suficiente como para ir a las tiendas caras de Aventura, así que me empeñé en conseguir algo que se ajustara a mi presupuesto y que resaltara mi figura. Conseguí, un bello vestido negro con las mangas cortas y un escote lo bastante pronunciado como para dejar ver el inicio de mi busto, pero no tan sexy como para aparentar que deseaba encontrar pareja, desesperadamente. Aunque era ajustado, me permitía una fácil movilidad cuando caminaba o me sentaba. A pesar que juré que no me acostaría con él en la primera cita, uno nunca sabe lo que depara la vida, así que agradecí que el zipper en la espalda facilitara bastante el poderme despojar de él en pocos segundos.

Me maquillé tenuemente, para que no fuera a pensar que yo era una faltosa, aunque tenía un año que no me acostaba con nadie, bueno, dos.

A eso de las siesta y cincuenta de la noche, Alejandro tocó a mi puerta, era un jueves y la calle estaba llena de gente. Yo había elegido Novecento, en Brickell, un restaurante no tan caro como para espantarlo, pero con una excelente ubicación. Esa noche tenían música en vivo.

Alejandro con sus jeans y camisa blanca se veía bastante apuesto, tenía poco tiempo en Miami, donde se había dedicado a trabajar en una empresa de productos médicos. Aún vivía en la casa de una tía, pero, según él, esperaba mudarse solo ese mismo año. A leguas se notaba que tenía buena educación familiar y me gustaba que, aunque había durado tanto en invitarme a salir, me dejó elegir a mí el lugar. Conversar con él siempre era grato, aunque nunca hablamos durante mucho tiempo, pues él siempre estaba un poco ocupado, o muy ocupado.

Al montarme en su carro fue bastante caballeroso, me abrió la puerta y cuando llegamos al restaurante me abrió la puerta del establecimiento. Todo iba de maravillas, la gente se movía alegremente por todo el lugar, en espera de una mesa, sobre todo, en el área del bar. Nos sentamos en la mesa que habían reservado para nosotros y al servirnos agua, el camarero nos preguntó si queríamos beber algo más. Fue cuando vi a Alejandro moverse como si se parara de la silla sin despegarse demasiado. Tocándose los bolsillos me dijo que, sin darse cuenta, había dejado su cartera en su habitación.

Lo miré fijamente como clavándole un cuchillo, pero no le dirigí la palabra. Moviendo la mirada hacia el camarero le dije:

–Por favor, tráeme un solo menú, que él no va a comer.

Ambos se miraron extrañados, pero, a pesar del asombro, el camarero me entregó la lista de platos, de los que elegí un churrasco con vegetales y una copa de vino.

–Solo eso, gracias.

Cuando el pan llegó, acerqué la canasta a mi lado de la mesa y me comí todas las piezas bajo la mirada descompuesta de mi acompañante.

Alejandro no habló durante toda la noche, creo que es la cena más silenciosa a la que he asistido en mi vida. Cuando el camarero trajo la cuenta, procedí a pagarla, así como el valet que nos acercó el carro. Treinta minutos más tarde, Alejandro se parqueó frente a mi casa. Yo abrí la puerta y le dije: –Gracias por manejarme al restaurante, espero que para tu próxima cita, con otra persona, no olvides la cartera, pero te entiendo, yo también olvido muy fácil.

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