Por Glenda Galán

Tata era negra, pero no negra como otras negras mulatas de mi tierra. Tata era la negra más negra que había visto en toda mi vida y, también, fue mi madre. Tan negra como la noche, con su luna de hebras finas y  dos estrellas, aún más negras, que brillaban al verme. Alfonso, su esposo siempre estuvo enfermo, tan enfermo que solo usaba pijamas. Durante toda mi niñez pasé más tiempo con ellos que con mis otros padres.

A Tata le debo aprender a cerrarlo todo: las piernas cuando me siento, la boca cuando como muy despacio, hasta pulverizar los alimentos, en fin, hasta el corazón.

–Las niñas no le hacen caso a cualquiera que se les acerque, los hombres son como los vegetales y las frutas: hay que saberlos elegir –me decía.

En verano, cada mañana comprábamos los ingredientes para la comida en el Mercado Modelo, un paseo que iba desde la 16 de a gosto hacia el parque Independencia y luego subía hacia los bomberos de la Mella.

El mercado con su falda escalonada era una tentación para mis piernas. En sus vuelos me pelé las rodillas más de una vez, bajo la voz de alerta de Tata que siempre llegaba sudada al amplio espacio con pisos de cuadros negros y blancos, oloroso a sangre, macuto y cuero de vaca. Por aquellos días a eso olía la vida.

Los primeros brujos que conocí se escondían allí, detrás de potes con raíces y yerbas, fumando tabaco y vendiendo toda clase de amuletos para atraer el amor y espantar el mal de ojo. A mí nunca me pusieron azabache, Tata decía que eso era para gente bruta; mi azabache fueron los improperios que salían de su boca cuando alguien trataba de molestarme en el mercado o en cualquier otro lugar.

El mercado eran los marchantes que, siendo amigos de Tata, se enfrascaban con ella en fogosas  discusiones por los precios, luego de que ella analizaba, cada pieza a comprar, al punto de lupa. A Tata también le debo aprender a luchar hasta lograr lo que quiero, hasta la última gota de saliva o de sudor.

Llenas las manos, de todo cuanto necesitábamos para los ajíes rellenos o para el sancocho, había siempre algo especial para mí en esos recorridos matutinos: dulces, escobita enana o anafito, aún más enano.

Mi mano amarilla entrelazada con la de Tata hacía juego con el piso del mercado, como si nos reflejáramos en el sucio acumulado en cada rincón del edificio que, desde 1942, alojaba a vendedores, mercancías y a gente que lo llenaba de basura.

–Mamajuana, doña, llévese la suya– boceaba un hombre al que nunca le comprábamos nada, pero que insistía en ofrecernos aquella botella que, en mi imaginación, contenía a una mujer llamada Juana, que sería la mamá de quien la destapara, algo parecido a Mi Bella Genio. Tata siempre le cortaba los ojos a ese señor y yo la secundaba a esa hora de la mañana, en la que ella no olía a orégano, sino a jabón Kinder.

La mamá que trabajaba fuera de casa, olía a El aire del tiempo, de Nina Ricci, aroma que permanecía en su closet, por más que lavara sus prendas de vestir. Cuando la extrañaba mucho, me encerraba a oler sus vestidos y Tata me sacaba a chancletazos.

–Muchacha de la porra sal de ahí que estas embarrada de mango y vas a mancharlo todo.

Mangos que en el mercado costaban centavos y que disfrutaba hasta hacerlos chorrear por mi propia ropa, o por mi barriga desnuda, si Tata llegaba a tiempo para salvar mis atuendos.

En el mercado escuché perico ripiao, piropos, venduteras, y muchas conversaciones de adultos, también escuché, por primera vez, cómo una mujer le reclamaba a Tata que era muy negra para ser mi madre y se atrevió a preguntarle que si tenía permiso para sacarme de mi casa.

A pesar de mi corta edad, intuí la tristeza que sintió la mujer que nunca pudo embarazarse y que, durante años, volcó sobre mí todo su mal genio, sus chancletazos y hasta su ternura, en ocasiones especiales, donde no había forma de que fingiera la dureza que acompañaba su frente. La mayoría de las veces, eso sucedía los sábados, cuando, en vez de ir al mercado, me llevaba a Los Alcarrizos para visitar a Alfonso, a quién le cortaron el nombre y la pierna. En esas ocasiones ella siempre me brindaba dulce de cerezas en almíbar y los vecinos llegaban con pedazos de bizcocho y masitas para regalarme. Todos nos sentábamos en la sala de la casa de madera  y  Fonso salía de su habitación con su pierna y sus muletas, haciéndome sentir como parte de la familia, con una ternura que me hacía olvidar el miedo que me provocaba verlo tambalearse mientras caminaba.

Algunas vecinas se sabían mi nombre otras, simplemente, me decían “la niña blanca de Tata” a lo que yo decía entre dientes: –¿Cuál otra hija tiene ella?

Desde esa época entendí la diferenciación que hacían los adultos entre las personas, basada en el color de la piel, y entendí también, que a mí solo me interesaba tener una mamá presente, no importaba si era verde o mamey.

Yo nunca fui al mercado com mami, ni a muchos otros lugares, solo Tata me llevó a comprar verduras y a conocer el mundo.