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Cinco años pasaron para que volviera a Santo Domingo en época navideña y en despedida de año. Aquí las caras de amigos y conocidos de antaño, se aglomeran en mi cabeza sin que pueda recordar algunos nombres con la rapidez que amerita el saludo. Las actividades llueven sobre la agenda, una tras otra. De camino a una de ellas pasé por el Malecón y por la Zona Colonial, que se va viendo mucho más hermosa con la removida del cableado eléctrico antiguo.

La isla es cada vez más bella, cada vez más extraña para mí y a la vez fascinante, con sus olores a fruta que sabe a fruta y no a casi fruta, a árbol que huele a árbol y no a estiércol mezclado con madera para abonar. Las calles son venas por donde fluye gente que desconozco, con la que ya no me identifico en algunas cosas y entre las que veo colarse, como fantasmas, algún episodio de mi niñez o juventud. chines de mi vida habitan muchos espacios de esta ciudad y los percibo con bellos colores cuando los ando.

El Malecón, con su olor a salitre Caribe, se desborda en olas y en azul intenso detrás de los banquillos de concreto. En el agua, a lo lejos, un barco dibuja la bandera, exponiendo su rojo sobre la espuma. Es difícil no idealizar este momento y desear ver en él todo lo que quisiera que fuera este pedazo inmenso de tierra que me habita, que yo soy, que siempre seré. Pero, es indiscutible que muchas cosas han cambiado y que, dentro de esta obra de arte, casi perfecta, existe un deterioro palpable en la urbanística que rodea el mar de Santo Domingo. Los negocios que han desaparecido como sal en manos abiertas se yuxtaponen  la mejor vista que poseemos. Otros, han sobrevivido al abandono.

Ya en la Zona Colonial, el panorama es variopinto, pues las casas destartaladas contrastan con las edificaciones que han sido restauradas y con los nuevos restaurantes y tiendas que ofrecen una rica gastronomía y variados productos para locales y turistas. Lo que más llama mi atención, en esta zona capitalina, es que la gente de este Santo Domingo aún conversa desde el balcón o con una cerveza en la mano, en algún colmado, a pesar de que algunas de las calles no están bien alumbradas. Esto contrasta con el sentimiento de temor que sienten algunas de las personas con las que me he topado en esta visita, quienes “ni locos” caminan por las calles de la ciudad, por miedo a ser atracados.

Estas zonas de Santo Domingo resisten e insisten en brindar una linda cara, a pesar de los estragos del tiempo, a pesar de las memorias de quienes las conocieron de otra forma.