GG

Planeamos un encuentro discreto. Nada de rosas en la solapa o margaritas en las manos para identificarnos. De hecho, habría sido ridículo buscar elementos externos a nuestros cuerpos para reconocernos, luego de haber tenido sexo cibernético múltiples veces. Reconocerse es una tarea caleidoscópica, re-mirarse desde una perspectiva más cercana que la pantalla de una laptop.

El encuentro se daría como lo habíamos acordado, tazas de café de por medio, mucha gente alrededor y al mismo tiempo él y yo, solos, sentados en una mesa donde nada de lo que ocurría a nuestro alrededor parecía existir. La hora exacta, en mi caso, fueron diez minutos tarde, no porque quisiera hacerlo esperar sino, porque el tráfico era insoportable en esa ciudad.

Caminé como si supiera dónde estaba, porque sabía que estaba rumbo a re-conocerlo. A solo unos pasos de la entrada del establecimiento, dónde nos habíamos citado, lo divisé. Desde lejos se veía más pequeño de lo que había imaginado, pero seguí caminando hacia su figura esbelta y fue cambiando ante mis ojos. Yo vestido blanco, él jeans y sombrero, la noche prendiendo y apagando como un arbolito de navidad en pleno diciembre.

Es curioso cómo pueden verse dos, por primera vez, luego de haberse visto decenas de veces desde una pantalla, “son los nuevos tiempos” diría mi madre, que conoció a mi padre en un baile, de aquellos fotografiados en blanco y negro, pudiendo apreciar, desde un principio, the whole package.

Noté que, mientras nos acercábamos, sus ojos se abrían como cuando me ve observaba quitándome la blusa en su pantalla. Una pequeña mueca demarcó el inicio de una sonrisa que no llegó a concretarse hasta que no estuve a pocos centímetros de su cuerpo. Nos vimos, nos re-vimos unos segundos y todo dio vueltas.

El olor es un perfil que solo puede apreciarse de cerca, y el suyo era la constatación de que me gustaba estar allí, con sus brazos rodeando mi cintura, los míos rodeando su cuello, nuestros ojos recorriendo ese espacio que no conocíamos.