Por Elidio La Torre Lagares

El árbol de mango se tuerce doblegado por la brutalidad del viento. Desmembrado, brama hacia cielo de estaño. El ruido agrieta la lluvia y estremece la idea de seguridad que se alberga entre las paredes de mi casa. El árbol cae. Su peso arrastra la materia de los años que llevaba en el mismo lugar, mudando hojas, dando frutos, aferrado a su porción de suelo. En su caída, se lleva parte de la cerca, derriba el portón de entrada, besa la acera. En este momento, mientras el mangifera colapsa, varias casas se inundan, gente pierde sus techos, la corriente de los ríos desbocados arrastra el mundo a su paso.

Al día siguiente del Huracán María en Puerto Rico, queda un silencio que solo el silbido de las ráfagas postergadas rasga. Un olor fétido inunda la lluvia, que no cesa, y nos preguntamos si, en efecto, el olor era la muerte del país que teníamos. Días más tarde nos enteramos que las correntías desenterraron los muertos de un cementerio y flotaron calle abajo como maderos a la deriva.

No hay comunicación celular. La radio suena a rumor de nada. La energía eléctrica es un corazón que deja de latir. El servicio de agua potable se desangra hasta secarse. Como en un cuadro de Goya, el sueño de la razón produce monstruos.

Es un desastre natural, dirán a los pocos días. Es natural que la naturaleza depure y regenere. Lo del desastre va por nosotros, si acaso, pues nos ocupa la culpa de construir sin previsiones afines con nuestra realidad tropical.

Entonces, el olvido. Los desaciertos. La medida incorrecta de las palabras que se ponen como diques de la esperanza y la opinión pública. Los discursos se dislocan más rápido que la fila o la cola para buscar gasolina, hielo o agua. Trump viene y arroja papel toalla como si se tratara de «hoop shots». Las ayudas llegan. Se pierden. Se las roban. Se olvidan. La zona montañosa de Puerto Rico queda incomunicada. Devastada. La economía del desastre encontrará su nido. Buena carnada para el peje blanco.

Cuando un huracán viene, el desastre ocurre de golpe. Pero la capacidad para enfrentarlo -o, en su defecto, su ausencia- es lo que se queda. Aquí murió gente. Aquí desaparecieron comunidades. Puerto Rico no se levanta. Hay que levantarlo.

A decir verdad, antes del huracán María, ya el desastre tenía forma de Junta de Control Fiscal que reafirmaba la condición vulnerable del estado político en Puerto Rico. O su nulidad.

Nos mintieron. No éramos libres ni asociados de nada. La quiebra fiscal llegó como un efecto directo del simulacro y la soledad es una caja grande de pinturas secas.

Se requerirán varios años de purgación y reformulación para sobreponernos de la debacle. 180,000 boricuas se han ido de la isla desde María y los que quedan. Al momento, hay escuelas que permanecen sin abrir. Comunidades aisladas y sin agua potable. Y más de 50% del país no tiene luz eléctrica. Pero la oscuridad no es nueva. Ya estaba.

Nos mintieron (¿Ya lo dije?). No éramos lo que nos dijeron que éramos, pero tal vez así es que podremos ser lo que queramos. Solo cuando no se tiene nada somos verdaderamente libres para desearlo todo.

Así, a pesar de las tinieblas y las carencias, aquí estamos. De vuelta a la pluma y a la libreta (tecnologías de siempre), pensando, entre velas, si quedan palabras para esgrimir la adversidad.

Escribir un país es una forma inacabada de literatura. A nosotros nos tomará varias reencarnaciones intelectuales para asumirla con bravío, pero el arte siempre redime. Libera. Reconstruye. Por concesión de sus facultades imaginativas, hace la existencia posible.

La inspiración -ese viejo pretexto para justificar la pereza de trabajar el arte- no hay que buscarla. Tres meses después, aún está sentada afuera esperando un plato de comida, o techo, o simplemente un par de oídos que le escuchen.

Y es cierto. El futuro no es lo que solía ser. Será lo que seamos capaces de recordar.