Por GG

Dear Prudence, won’t  you come out to play

John Lennon

 

¡Cabrón! Así le digo al frío que hiere mi cara en este pueblo en medio de la nada, cuyo nombre no recuerdo. Así le dije, hace algún tiempo, a un hombre que me hirió y cuyo nombre sí recuerdo: CABRÓN.

Cabrona situación en la que nos encontrábamos mi hija y yo, sin lugar donde pasar la noche, en esta huida de los embates y de los temidos estragos de Irma. Pero, ¿qué importa, si vamos a tener luz…Bueno, sí importa este no tener donde dormir con este fucking cansancio que arrastro desde Miami. Irma ha puesto a millones de personas de la Florida en acorrerfanáticos mode y todos los hoteles de camino a Atlanta han hecho su agosto.

Prudentemente, traje conmigo un abrigo de algodón rojo con el que toreo los 60 grados que nos penetran las carnes en medio de esta desolación, donde todas las personas perecen zombies repitiendo la misma frase, con la misma cara inexpresiva “Sorry, we don’t have any room available”.

Toda la ropa que traje es más bien digna de un día soleado frente al mar, no de esta temperatura que, con la brisa, se siente congelada. Pero un tema a la vez. De ese nos encargaremos cuando decidamos dónde pasaremos la noche. Por lo pronto, mi hija y yo hacemos planes para dormir en el parqueo de un Denny’s o de cualquier otro lugar que abra las 24 horas. “yo duermo y tú me cuidas, después tú duermes y yo te cuido”, es nuestro lema.

Cabizbajas, entramos a un restaurante de aquel pueblo cuyo nombre no es Cabrón. La camarera que se acerca a atendernos tiene cara de que conoce algún lugar donde podríamos pasar la noche. Y así fue. La no tan zombie nos menciona un hotel del pueblo vecino. A la conversación se agrega la pareja que cena en la mesa del lado. Los tres están de acuerdo que en Americus podremos encontrar alguna habitación disponible en un hotelito que queda cerca de un Walmart. Llamamos y ¡Bingo!

Hacemos la reservación y cenamos felices pensando en la cama que nos espera para descansar de este día de tapones. A la hora de pagar la cuenta todos han desaparecido del lugar.

Ya en el carro, el GPS nos indica que debemos devolvernos media hora pero, con gusto, al otro día manejaré cuatro horas y media si es el precio a pagar por tener una cama y un baño disponibles, hoy.

El camino que transitamos es una boca de lobo con cuerpo de culebra. La música del playlist de mi hija, para caminos peligrosos, es música country, ¡vaya usted a saber!, doblar por estas calles, en las que nos hemos metido, es una ruleta rusa. Luz alta, luz baja, camión que viene de frente, carro impertinente que alumbra detrás, rueda y rueda, curva y curva. Camino solitario y panel indicando la falta de aire de la goma trasera de la derecha.

Nada es más lejos que el lugar donde nunca se ha ido y lejos no pega con goma vacía, ni con tanque de gasolina a menos de la mitad. Nos paramos, de nuevo, en una estación de gasolina vintage. El polvo y el frío se mezclan cuando poso mis pies sobre el piso engrasado y craqueado.

La tarjeta de crédito tiene problemas para pasar en la máquina de echar combustible. ¡Ñó!

Entro a la tiendecita donde me recibe una señora que no sabe que murió y que habla un inglés igual que el mío, pero en hindú. Me comenta que mi tarjeta no tiene problemas, sino que hay que pagarle a ella para poder echar gasolina. Calculo mentalmente que necesitaré unos treinta y cinco dólares para llenar el tanque de mi carro ¡Ay mis cuartos!

Salgo y unos muchachos mexicanos me enseñan lo que debo hacer para poder echar gasolina. En dominicano “La máquina de gasolina vintage me comió”.

Los numeritos pasan rápidamente frente a mis ojos hasta que, ¡Tin!, marcan treinta y dos dólares. Entro de nuevo y la zombie ya me tiene apartada la devuelta. Cuando me monto en el carro, todos los que echaban gasolina han desaparecido.

Hacemos el check-in en un lobby donde los ácaros nos reciben a todo vuelo. Una señora hindú nos da la llave, indicándonos que nuestra habitación está ubicada en el segundo piso. Subimos la maleta y cuando nos disponemos a abrir la puerta nos ladra un perro en la habitación vecina.

¡Oh!, esto es Pet Friendly, pienso enternecida y decidida a dormir sin que ningún animal por muy perro, caballo o cacata que sea, haga de mi noche una pesadilla. Me paro en la puerta del cuarto vecino y ladro un “SHHHHHH”. Para mi sorpresa, en la ventana se asoma un gato negro con ojos color perejil ¿Será que esta noche todos los perros son gatos?

Abrimos la puerta y la cara de mi hija se transforma.“Ese Zyrtec no me lo despinta nadie”, dice moviendo la nariz como Samantha.

Dear Prudence, ¡que no se me haya olvidado el anti alérgico!

La luz que entra por la ventana, por más que acotejamos la cortina, el pelo que reposa en el inodoro y las manchas polvorientas en la bañera nos indican que ponernos unas chancletas de goma sería prudente a la hora de bañarnos. El shampoo que encontramos en un potecito lo gastamos lavándolo todo, porque aquí nadie parece estar cansado.

Concluído el trabajo de limpiar la habitación, por el cuál no cobré, bajo al carro a buscar nuestras colchas. Con ellas nos convertimos en relleno de tacos sobre dos camas, que no sabemos si fueron limpiadas en algún momento durante el 2017.

Sí, la alarma del carro sonó a media noche y la desactivé con los ojos entrecerrados. Si no pasaba eso, esta crónica, cuento o relato no tendría sabor.

Así, descansaditas nos despertamos la mañana siguiente, con los rayos de sol invadiendo la habitación por todas partes y esperando que, si la noche nos negó a Americus, el día nos dé la oportunidad de conocerlo y de fotografiarlo.

Sin pensar en todas las horas que nos faltaban para llegar a Roswell, en el huracán o en los zombis, nos concentramos en disfrutar la buena temperatura. Pues, si del cielo te caen limones, vete a desayunar a Little Brother’s Bristro en Lamar Street, donde preparan los mini muffins de pecans más exquisitos de la bolita del mundo y zonas aledañas.

El señor que nos atendió allí nos sugirió que tomáramos una carretera interna para esquivar el gran flujo de vehículos del Highway. En esa vía, un paisaje impresionante nos mostró un pasado de antiguas plantaciones y un presente de casas hermosamente conservadas. Hoy, los rollos de grama seca reposan sobre inmensas extensiones de grama verde, el sol está afuera y el cielo es azul.

A Roswell llegamos a las seis de la tarde con una caja de mini muffins de pecans que consumimos durante la semana, mientras seguíamos la trayectoria del huracán.

 

Leer la primera parte aquí:

Dos dominicanas de Miami y un ciclón (1 de 2)