croissant

Por Mario Dávalos

“Words used carelessly, as if they did not matter in any serious way,

often allowed otherwise well-guarded truths to seep through”

Douglas Adams

Yo no maté a Néspola. Lo juro. Lo odiaba, pero no lo asesiné. Esa mañana él pasó por el apartamento para ver a Miuca. Yo estaba afuera con Mícalo y Fustér, y les dije – ese mamaguevo, ojalá y se muera -, perdonen mi lenguaje pero eso fue lo que dije; palabras exactas. Son de esas cosas que uno dice sin evaluar el peso de las palabras, sin recordar su misteriosa capacidad de transformación de gas a sólido, de aire a carne. Cuando las palabras salen de la boca, hacen lo que quieren y es imposible contenerlas. No me molestó que se muriera de un aneurisma, pero tampoco me interesa cargar con la responsabilidad de su muerte, ya sea por falta de valor, de tiempo o por ese miedo terrorífico a la cárcel, yo no lo maté.

Hablábamos Mícalo, Fustér y yo, sobre lo que haríamos después de la graduación. Hablábamos sobre museos, sobre pintura, sobre Francis Bacon, sobre una exposición colectiva que algún día haríamos en algún gran salón. Creo que también hablamos de La China que vivía en el ocho y la boricua del diecisiete. Hablamos de la nueva tendencia en la pintura dominicana. Hablamos sobre Michael y de como Iliara hacía lo que le daba la gana. Hablamos del desayuno como quien habla de un lugar lejano y justo en medio de la palabra croissant, cuando mis dientes aplastaban el sonido imaginario de la harina, llegó el señor Anatolio Néspola; cabello largo, caminar lento y pesado como un elefante enfermo. Llevaba un bastón con cabeza de serpiente y ojos de rubí, un mal gusto que olía a plástico quemado y aquella manta envuelta en su cuello. Anatolio no hablaba con estudiantes de primer año. Llevaba siempre el mentón hacia arriba, una pose planificada, una chaqueta de cuero… Anatolio era un chopo glorificado, sobre todo después de aquel premio en la bienal del noventa y cuatro que lo había hecho una leyenda en toda la escuela.

La noche antes Miuca y yo habíamos discutido violentamente; sartenes habían volado cerca mi cabeza, escobas habían golpeado mis costillas, flores rojas habían clavado sus espinas en mi cara… entiendan señores, comprendan que cuando Anatolio llegó y toco la puerta yo quería verlo muerto y entonces fue que dije – ese mamaguevo, ojalá y se muera – de nuevo, perdonen lo gráfico de la palabra, pero quiero mantener todo exacto, toda palabra firme y limitada a su realidad y su contexto, pues no podemos olvidar que fueron ellas, esas palabras, que mataron a Anatolio, no yo. Como el hijo que atropella un perro en plena calle del barrio; siguen siendo mías pero no yo. Esas palabras fueron hasta casa de Anatolio y lo mataron.

Miuca abrió, sonriente y risueña; contenta como era con todos menos conmigo. Él pasó en medio de las jambas, su bastón en la mano derecha, y justo ahí, cuando ya no quedaba casi Anatolio de este lado, desde la oscuridad de mi sala, miró hacia donde estábamos nosotros, directo ahí, a mis dientes arañados por Miuca y sonrió con ganas de joder. Entonces yo dije lo que dije. Esas seis palabras salieron agrias como balas de leche cortada. Pero ustedes tienen que entender que en ese momento, con ese señor, ese pendejo, ese chopo, ese carajo con su bastón de serpiente entrando a tomar café con mi novia, esas palabras eran necesarias y cualquier de ustedes hubiera dicho algo parecido.

Esas palabras nacieron como pájaros asesinos, como murciélagos entrenados para matar. Esas palabras, con sus letras como plumas punzantes, volaron desde mi boca hasta el interior de su cráneo para matarlo rápida y ferozmente. Se incrustaron en su sangre, en su nariz gigante, en sus orejas desproporcionadas y fueron sembrando veneno hasta ahogarlo en su bañera. No debo ser responsable por palabras que cobran vida propia. Son mías, si, lo admito, pero tampoco son totalmente mías, son de ellas mismas, son de Anatolio, son producto de esa horrible manta de polyester roja enredada sobre sus hombros y su cuello. Entiendo lo que ustedes deben estar pensando: – las palabras son una extensión del ser, por ende son un formato de acción, son un hecho en potencia, y si una palabra mata, el responsable es quien la dice, pues sin él ellas nunca hubieran existido -. Entiendo el racional y el argumento, pero mi intención no era matar a nadie, sino decir que lo quería muerto. Suenan como la misma cosa pero son diferentes. El espíritu de lo que dije no era terminar con al vida de Anatolio, sino que se supiera, que él y todos supieran, que si se moría no me importaba. Que de hecho lo prefería muerto que vivo, pero no muerto por mis manos ni mis palabras. No muerto por mis acciones, pero muerto. Recordemos también el contexto; ese universo condicionado que ve nacer lo que uno piensa, que transforma en arcilla las intenciones y el aire.

Cuando la puerta se cerró me dieron ganas de subir y destruirle la nariz y arrancarle los bigotes con un alicate caliente. Pero me quedé sentado, la sangre corriendo veloz por debajo de mi piel y enjuagando pensamientos asesinos.

 Nadie dijo más nada. Una vez dije lo que dije, nos quedamos los tres sentados en silencio, masticando el eco, el vacío y el sabor a rábano con vinagre de la noche anterior Mícalo fumó y no hubo que decir más nada. No existían palabras necesarias más allá de las que se habían dicho.