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Por Glenda Galán

En los, años setenta, la calle 16 de Agosto era un apogeo de familias clase media distribuidas en medio de San Carlos y de Ciudad Nueva, en casas de madera y de cemento. En su desfile de personajes variopintos, uno  entrañable era José el panadero, repartiendo el trigo horneado en su triciclo rojo, entonando su “Pan de agua, pan sobao, pan dulce y galletas”. Para mí, José era una telera y sus buches, dos masas de harina sin hornear que se caían hacia los lados. Así lo recuerdo.

Siempre fantaseé con una boda entre mi nana y el panadero, no porque les deseara vivir felices para siempre, sino, por el pan gratis que prometía esa unión. Lamentablemente, ellos nunca se miraron a los ojos y se nos fue la oportunidad de casar a Tata de nuevo y quizás, de verla sonreír alguna vez.

Desde que cumplí los cinco años, Tata me mandaba de mala gana a recibir el pan con un dinerito en mano, mientras se enfocaba en otras actividades que le fruncían el ceño, como lavar o planchar mi ropa. Los viernes eran mis días favoritos pues, a parte del rico olor asomándose por el canasto tejido de José, mi recién cobrado semanal me permitía comprar un pan de agua extra y uno de esos panes dulces que ponían nieve dulce en mis labios.

José y yo creamos un lazo de complicidad, parecido al creado con Canquiña (el vendedor de palitos de coco), al punto de que, ambos me regalaban constantemente algunas de sus mercancías. En el caso de José, nos había acercado, además,  un evento del que poco se hablaba en casa y que resultó ser la comidilla del barrio durante varios meses: una tarde, cuando apenas contaba yo con cinco años, Tata me bañaba como de costumbre, sin percatarse que había dejado la toalla en mi habitación. Al darse cuenta, fue a buscarla, dejándome en la bañera junto a mis patitos amarillos. Dede allí escuché acercarse al “pan de agua, pan sobao, pan dulce” que, pronto, se escapaba como el agua de la bañera. Ante la fuga, un pensamiento me movilizó: “no comeremos pan con chocolate, ni derretido de queso, ni podré meter mi dedo en el pan para comerme la parte blandita, ni…”, entonces, salí disparada de la bañera y le caí atrás al triciclo, rumbo al pasaje número uno (una callejuela tan pequeña como yo  y, quizás, la más corta de la ciudad extramuros). Mis pies descalzos esquivaban el fuego del pavimento, buscando las sombritas pintadas por los techos sobre la acera. Entre saltito y saltito, los vecinos contemplaban asombrados mi desnuda anatomía mojada, corriendo y repitiendo: “José mi pan, mi pan”.

¡Lo que hace un pan de agua!

Al escucharme, José posó sus asombrados ojos negros sobre mi cute cuerpecito y, luego de reír a carcajadas, me entregó una funda de pan, que yo le pagué con una sonrisa. Los vecinos, que habían quedado mudos ante la persecución, se fueron retirando de las galerías, mientras yo volvía a casa con mi victoria en las manos.