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Por Glenda Galán

Del libro Tsunami.

–¡Nó, se robaron el gallo!, –se oyó una voz, estremeciendo la Pequeña Habana. El grito desgarrador provenía de uno de los propietarios de un restaurante local, al comprobar que la escultura de la entrada de su negocio había sido arrancada de la plancha de metal que la sostenía.

La Pequeña Habana es un sector de Miami donde antes vivían muchos cubanos que, ahora, comparten esa plaza con los centroamericano.

A finales del dos mil dos empezaron a colocarse allí, decenas de esculturas de gallos pintados con gran originalidad, llegando a convertirse en un símbolo del área, agregando colorido a sus calles, y sirviendo de apoyo a cualquier borracho, a la salida de los bares de la calle Ocho. Pero no todo es arte en esta ciudad donde los latinos son mayoría;
no, la fiesta y la parranda también son parte del día a día de nuestros residentes. Justamente eso mismo pensaron unos estudiantes de FIU, cuando invitaron al gallo, portador en sus trazos de las banderas cubana y estadounidense, a unirse al bonche de una semana, planificado por ellos. Invitación que el gallo parrandero no despreció, convirtiéndose en uno más del grupo, mientras su propietario lloraba amargamente la desaparición.

La policía de la ciudad buscaba al gallo, los residentes del barrio buscaban al gallo, los noticieros locales presentaban la foto del gallo desaparecido cada diez minutos, ofreciendo una recompensa a quien diera con su paradero, o por lo menos diera alguna pista del ave Cuban American.

Todos, en todas partes, buscaban al gallo, que disfrutaba junto a sus nuevos amigos; que si de una cervecita por aquí o una bailadita, por allá. Los reportes empezaron a llegar a las plantas

televisoras.

–Yo vi al gallo en la parte trasera de una camioneta cerca de mi casa.

–Yo vi a ese gallo en una fiesta antes del partido de futbol de FIU, cerca de las fraternidades.

Así se mantuvieron los miamenses durante varios días, hasta que cargar con un gallo de seis pies se les hizo un poco pesado a los estudiantes de diversas nacionalidades. Los jóvenes optaron entonces por entregar el ave su dueño, prometiéndole pagar su arreglo, si este no interponía alguna demanda judicial, a lo que accedió el dueño de la escultura valorada en unos tres mil dólares.

–¡Solo quiero a mi gallo de vuelta, cuenten con mi silencio! Juró el feliz propietario del animal de grandes espuelas.

Así fue como el gallo de la Pequeña Habana volvió a casa y todos los residentes lo recibieron con una fiesta digna de su estatura.

–¡Volvió el gallo! Welcome home, asere!