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Glenda Galán

Corría el mes de noviembre de 1979 y las niñas del San Luis Gonzaga nos enfrascábamos en elaborar nuestras cartas navideñas, en las que pedir un Nenuco estaba a la orden del día. Pasamos una semana practicando las listas una y otra vez hasta que,  ya perfeccionadas, nos dedicamos a colorearlas con bastoncitos y flores de pascua rellenas de escarcha.

El último día de clases de diciembre los niños de cuarto grado nos despedimos de la profesora Vicenta que, al igual que nosotros, iba rumbo a las fiestas de fin de año. A esta profesora en particular siempre le tuve un cariño especial desde que  nos contó sobre la mancha negra que teñía su encía, producto de la punta de un lápiz que se clavó cuando pequeña. Desde que me enteré de esa tragedia sentí empatía por ella que, a pesar de ese detalle, era la profe más hermosa y joven del colegio. A un mes de iniciadas las clases la hermosa profesora le había pedido a mi madre que me dejara ser paje de su boda algo que, sin lugar a dudas, selló nuestra amistad más allá del aula escolar. A ella le comenté sobre mi lista de peticiones navideñas y con un gran abrazo me deseó las mejores navidades de mi vida.

– Que el Niñito Jesús te deje todo lo que has pedido, ¡pero no abuses!

-Yo se que me dejarán mi Nenuco profe, ¡feliz navidad!

Ese día me despedí de profe Vicenta con mi última carta navideña en mano, que luego acomodé en el árbol navideño que con tanto amor había colocado mi madre en un rincón de la sala. Esa misma tarde, antes de ir a bañarme, encontré unos jabones especiales que mami había dejado en el closet de la ropa blanca y que, entre el olor a cuaba, se confundían  con algunos adornos de la sala que habían sido reemplazados por los tradicionales adornos navideños, con  papeles de regalo impresos con bellas campanas y unas fotos enmarcadas de unas bailarinas de ballet que ya no pegaban con la decoración de mi habitación. El aroma a navidad de aquellos jabones me hizo saborear una docena de manzanas y cascabeles que, convertidos en espuma, hacían coro desde el baño con los  discos de vinilo de mi padre que entonaban villancicos cantados por niños.

Al llegar el 24 de diciembre mis abuelos llegaron de La Vega para celebrar con nosotros la Noche Buena y la música infantil mutó a  merengues navideños de cuando yo ni siquiera había nacido. Esa noche degustamos la tradicional pierna horneada elaborada por Tata la cocinera y por mi madre que dirigía el sazón y los poquitos de sal  vía telefónica desde el trabajo.

Al darme cuenta de que mi carta de pedidos ya no estaba en el árbol me emocioné bastante, pues era la señal de que ya el Niñito Jesús se la había llevado. Entre los mimos de los abuelos, los cuentos de su juventud, la comida y el dedito de mi madre mojado de ponche y pasado por mis labios pasé una de las mejores Noches Buenas de mi vida, y para que todo fuera perfecto no dejé que mi madre me mandara a acostar cuando dieron las once de la noche, yo solita me alisté y me dormí en espera de todos mis regalos. Entre las sombras que se colaban debajo de la puerta y la música que se escuchaba a lo lejos, me perdí en el sueño, hasta que el sol se asomó por la ventana de mi habitación. Al abrir los ojos vi un regalito pequeño en el piso y la puerta abierta, una señal inequívoca de que el Niño Jesús nos había visitado.

Salté de la cama descalza y, con un ojo aún cerrado, corrí hacia el árbol de navidad sin hacerle caso al regalito que quedaba solitario en mi habitación. Al llegar a la sala me esperaba un árbol rodeado por varias docenas de regalos. Corrí a despertar a mis padres  y ellos, a pesar del sueño,  me acompañaron animadamente a destapar los regalos. Mi hermana también se levantó sin mostrar mucha emoción y todos juntos en la sala empezamos a leer nombres y a abrir los obsequios. Los abuelos permanecieron dormidos.

Una Barbie envuelta en un brillante papel rojo a cuadros, un ping pong que el Niñito Jesús me dejaba cada año debajo de este mismo árbol. Unos patines de cuatro ruedas envueltos en un papel verde con rayas doradas, un juego de cocinita en su papel azul con copos de nieve y por fin el tan esperado NENUCO en su papel de campanas navideñas.

Esperen… ¿Campanas navideñas?

-No, no puede ser  -pensé sin decir nada y salí corriendo hacia el baño rezando, rogando al mismo niño Jesús que yo no encontrara lo que iba a buscar. Pero al registrar el closet de ropa blanca no encontré el papel de campanas navideñas que había visto unos días antes. Lloré tanto y tanto, que mis padres no podían entender lo que decía entre sollozos. Mi hermana me miraba como si me hubiera vuelto loca. Hasta que pude calmarme un poco.

– Tú y tú,¡ ustedes son el niño Jesús!. ¡Son ustedes!

– ¿Qué dices? ¿porque dices eso? -Dijo mi madre desconcertada.

– Tú usaste ese papel de campanas para envolver el Nenuco, yo lo había visto, no me vas a engañar de nuevo. Yo sé que lo envolviste tú.

Recuerdo la cara de miedo de mi madre mientras me daba explicaciones, como si yo la hubiera descubierto robando un banco. En efecto, algo me había robado ese papel de campanas navideñas, algo que no podría volver a tener jamás.

Por unos días sentí la tristeza de jugar con mi Nenuco sabiendo (o creyendo) que no había sido traído por ningún Niño mágico y aunque por momentos olvidaba el hecho, las lagrimas se me salían cuando recordaba la cara de mi madre al darme las explicaciones ante su engaño. Pensé entonces, que debí haberme quedado callada al descubrir la mentira. Pero lo descubierto, descubierto estaba y al iniciar las clases tendría mucho que contarle a la maestra Vicenta. Me embarqué, entonces, en escribirle una pequeña carta que le entregaría cuando volviera a clases.

Ese enero del 80 llegué al aula con mi carta en la mano, muy temprano como siempre, algo que me permitía hablar a solas con la profe durante un buen rato antes de empezar las clases. A diferencia de otros días el aula estaba vacía y las paredes habían sido despojadas de nuestros dibujos y trabajos. Lo atribuí a que habían pasado varios días de vacaciones, hasta que una señora alta de unos cuarenta años entró al aula y se sentó en la silla de la profe Vicenta.

-Buenos días – Me dijo con amabilidad.

– Hola. ¿Tú quién eres?

– Soy la profesora Julia. ¿Cuál es tu nombre?

– Glenda.

-Encantada Glenda, soy tu nueva profesora.

– No, yo ya tengo una, se llama Vicenta.

– Ella ya no estará con nosotros en el colegio, se fue a vivir al extranjero, pero vamos a hacer muchas cosas divertidas en este nuevo año, ya verás.

– Yo no quiero hacer cosas divertidas sin la profe Vicenta.

Así empezó de nuevo una tanda de lágrimas comparables a las de las campanas navideñas, al punto de que mi madre tuvo que salir del trabajo a recogerme a la escuela y llevarme a la casa. Todo un drama de niña traicionada.

Los días pasaron y la nueva profesora se esforzaba en ser lo más nice que se podía, algo que le agradecí, pero que de ninguna manera pudo  hacer que le tomara el cariño que le había profesado a mi anterior maestra. Nunca más supe de la profesora Vicenta y nadie pudo darme más explicaciones sobre su paradero. Así llegó  el último día de clases y  la nueva maestra me entregó un hermoso diploma como constancia de mi promoción a quinto grado. Yo le entregué un regalo que había comprado mi madre en agradecimiento a su esfuerzo. Al despedirnos le entregué una carta.

– Glenda,  ¿y esta carta? ¡no es para mí!

– Es una carta que le escribí a la profe Vicenta en navidad, pero ya no importa quien la tenga, se la doy a usted que ahora es la profesora.

– Muchas gracias, la leeré entonces. Que tengas una vacaciones muy divertidas.

Caminé por el pasillo de la vieja escuela y al mirar atrás la vi abrir el sobre.

“Querida profe

Ya tengo mi Nenuco y aunque usted no lo crea el niñito Jesús no existe. Sus padres son los que le dejan los regalos. No es tan malo eso, uno se acostumbra.

No les diga que yo le dije.

La quiero mucho,

Glenda”.