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De Tsunami

Por Glenda Galán

Las mujeres protestaban en los predios del congreso dominicano, ataviadas con ropas negras y flores en las manos, vociferando consignas en contra del golpeo sistemático a la integridad femenina que, representaban, algunas leyes vigentes.

Que si el aborto, la pastilla del día después o la libertad en sus relaciones sexuales del día antes; todo se voceaba en esa calle donde picaba el sol mañanero. Mientras tanto, los transeúntes realizaban “su marcha” hacia el trabajo y los niños descalzos esperaban las limosnas de los legisladores en sus yipetas, para oler con ellas el cemento con el que olvidaban, por unos minutos, el olvido.

Las mujeres policías miraban, de vez en cuando, a las protestantes advirtiéndose en ellas la tranquilidad de saber que las mujeres lo piensan dos veces antes de armar un rebú, pues se corre el riesgo de romperse una uña.

–¡Yo decido, coño!

–¡Que nadie me diga qué hacer con mi cuerpo!

Decían unas cuantas , a lo que se unía una mujer preñada que bebía agua de una botella plástica mientras exhibía su barriga como pancarta: “Esta bebé está aquí porque yo lo decidí”.

Llegadas las nueve de la mañana, se acercan otras mujeres vestidas de blanco con cruces a cuestas, exigiendo a los legisladores que no procedan a legalizar lo que ellas consideran un asesinato.

Se colocan en la acera de enfrente y lo que, hasta el momento, había pasado casi desapercibido por los peatones, ahora les impide el paso total.

–¡Asesinas, asesinas!
–¡Yo decido, yo decido!
–¡No al aborto!
–¡En mi cuerpo mando yo!

De un lado y del otro se van llenando los caminos de mujeres que convergen en medio de los carros, formando un campo de batalla. Las manifestantes de los dos bandos se agreden sin dar importancia a la manicure y se halan los cabellos y las extensiones vuelan y las cruces se rompen; galleta, empujón y aruñazo.

–¡Maldita asesina!

–¡Tú no me vas a decir a mi qué hacer con mi cuerpo, maldita fanática!

La mujer que exhibe la pancarta en su abdomen abultado, empieza a gritar que necesita ayuda; unas y otras se van avisando de que hay que llamar a una ambulancia. El líquido que sale de las entrañas de la mujer cubre cruces, paraguas y pancartas.

–¡Coño esta vaina si duele!, dice la parturienta, retorciéndose.

–Tranquila hermana, yo fui comadrona en mi campo y toy aquí pa ayudarte, le dice una de las doñas vestida de blanco.

–¡Ay, mi espalda!

–Hay que montarla en un carro, para llevarla al hospital; con la ambulancia no se puede contar, le dice la partera a una de las  jóvenes vestida de negro. Ambas la acomodan en el sillón trasero de un vehículo gris, que se abre paso entre la multitud tras las señas hechas por las mujeres policías. Entre las piernas de la manifestante parturienta empieza a asomarse una masa envuelta en cebo y sangre.

–Puja mujer que ahí viene la vida, dice doña Partera.
–¡Ay, qué vida que duele esta, coño!

Inhalación, exhalación, sudor,

dolor,

dolor,

dolor.

–¡Puja que ya viene!
Grito,

Silencio,

Grito.

Una pequeña copia de la sudada mujer sale de ella.

Las manifestantes que la rodean aplauden y se abrazan pisando las cruces, las pancartas y los improperios. Las policías dejan de empuñar sus macanas y también aplauden.

–Eres guapa mujer, qué bien lo hiciste, dice una agente del orden, mientras mira a la pequeña de la que cuelga un cordoncito ensangrentado.

–¡Mujeres muévanse para que este carro avance, tenemos que llegar al hospital!, ordena doña Partera, mientras la multitud se va disolviéndo.