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Fernando Ureña Rib, pintor y escritor nacido en la Romana, República Dominicana el 21 de marzo de 1951. Inició sus estudios de pintura en la Escuela de Bellas Artes de San Francisco de Macorís en 1963 obteniendo luego una beca estatal para continuar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1968, donde concluye con talleres de pintura al Óleo y pintura mural bajo la guía del maestro dominicano de la pintura, Jaime Colson.

Este artista que paseó su arte por el mundo y realizó varias publicaciones, fue uno de los primero artistas en apoyar esta revista, su partida hace un año nos llenó de tristeza y dejo un gran vacío en nuestras páginas, pues su poesía y escritos eran muy apreciados por nuestros lectores.

Recuerdo que justo un mes antes de que partiera a pintar nubes en el cielo habíamos quedado en realizar una entrevista, algo que nunca sucedió y que siempre añoraré se hubiera concretado.

Ayer caminando por el hotel Mandarín Oriental de Brickell Key algo en las paredes llamó mi atención, era sin dudas un colorido conocido.Un impresionante tríptico de este gran artista cubría una de las paredes del primer piso de este importante hotel, por donde pasan a diario muchas personas de todo el mundo. Mi alegría al reencontrarme con Fernando a través de su arte fue inmensa; recordé sus escritos, su afabilidad y su amor por las artes. Confirmé lo que siempre he pensado; el artista nunca muere mientras su obra exista.

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Uno de los textos de Fernando

Juego de palabras

Nos gustaba jugar a las palabras.  Dejabas caer sobre la mesa la el nombre “Jardín” y de inmediato empezaban a crecerle florecillas, arbustos, plantas trepadoras, begonias.  Yo traía el abono y sembraba semillas de exóticas especies, construía pérgolas, o con el azadón cavaba una alberca, la llenaba de agua fresca y tú te encargabas de adornarla con cayados blancos.  Nos sentábamos a esperar a que crecieran las buganvilias y de pronto saltaban por los muros, se adueñaban de pedazos de sol y los transformaban en color, como los cristales de un caleidoscopio.

Lo malo era cuando dejabas caer, caprichosamente, algún adjetivo, adverbios de lugar o de tiempo.  Si decías “Jardín japonés”  o “Medieval”  todo era más laborioso y se nos dificultaban las tareas.   Si arrojabas “Edén”,  detrás del sustantivo original venían en tropel manadas de búfalos, gacelas, jirafas, bandadas de pájaros, serpientes.

Entonces entrábamos en disquisiciones filosóficas.  Que si no era una contradicción que Dios haya instigado el pecado con el solo hecho de sembrar, en medio del jardín, algo que él mismo consideraba prohibido.  Que si era justo castigar con pestes y la muerte  a inocentes generaciones venideras.  Entonces nos quedábamos allí, sentados a la mesa, en largas discusiones y nada florecía.

Era mucho mejor cuando lanzabas “Jazz”  a la mesa y la voz del saxofón serpenteaba  entre los acordes del piano y se adelantaba, cruzaba entre cañaverales ondeantes, atravesaba puentes veloces y luego descansaba plácidamente sobre la orilla, para sumergirse en sinuosos laberintos sonoros.  Entonces el piano reaparecía y acompasaba las aguas en una jubilosa fluidez cristalina.

Entonces se te ocurría añadir “Progresivo” a la palabra Jazz y nuestras discusiones no hallaban manera de concluir. Porque yo aseguraba que ese Jazz no elimina las tensiones que provoca, sino que al contrario, las sostiene en un crescendo continuo y enloquecedor. Y ahí volvíamos a enroscarnos en el caos sempiterno.

Así es.  A mí me gustaba jugar contigo a las palabras.  Hasta aquella madrugada en que te levantaste silenciosa y echaste sobre la mesa la palabra “Adiós”.   Y ya nunca volví a verte.

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