nido

Por Jimmy Valdez
Insólito y monocorde, el senil fantasma rojo duerme la infancia como una nana de caderas grandes, misteriosa, asediada de jocundas cicatrices, tan cargada como un árbol al que le han nacido nidos de estrellas en la oscuridad de la noche:

Trazo el estambre ceñido al sedimento, yo recuerdo al abuelo y el abuelo me recuerda a mí, hasta levantar pequeños cristales como trozos de la habitación rota y hundida en la mansedumbre de un lago. Y era el abuelo y eran los nidos, sentados en la mecedora de un exquicito patio adverso, el hambre nos apedreaba desde todos los flancos, por supuesto, aquel árbol tenía una lujosa manera de mirar la vida, improvisaba un color turquesa en sus ojos, lucido, cual si fuesen vitrales en la más hermosa de las catedrales góticas, las parecidas a un caracol.

Y era insólito y monocorde, siempre lo era en su mecedora; hasta que llegábamos nosotros, olorosos a tierra, como pequeños cangrejos a morder la savia de sus profundidades.