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Por Elidio La Torre Lagares

I

Digamos que hay un modo. Un método. Que todo lo que uno es pueda simplificarse en una imagen, como el vórtice de todas las historias que somos.
Acaecer en la extraña latitud de la palabra. Saber menos que el olvido. La ciudad articula el tiempo como un espacio y en eso se parece al lenguaje. Hay que adquirirla. Apropiarla, para leerla.

Una bandada de palomas aplaude esta idea y se funde en los feroces rayos del sol.

No hay que decirse menos.

El cielo se ha ido en carrera hasta el fondo de mi vista, que es una página amarillenta. Diseña mi mano un gesto en el aire, como si enhebrara el silencio. Queda, a par de latidos de distancia, la autoridad del fiasco, esa prístina oquedad con la que hacemos muñecos de letras, y que, al final, alejada de toda pretensión de ser espejo, trata de escribirnos.

 

II

Esta es la miseria: un acto del verso.

Por la ventana, las luces se apocopan y se repiten. Atenúo la posibilidad del silencio imaginando tu voz. Sin quererlo, te has disuelto en poesía. Y todo lo que se forma en palabras queda en palabra misma. Una imagen. Una aparición. Un fantasma.

Habría preferido mentir, ficcionalizar la conversación y decirte: “La noche es un pájaro ciego”, pero me debilita lo mismo que me fortalece. Sigo pesando el vacío.

El deseo, te digo, siempre es mucho más sincero que la honestidad, aunque ambos se convocan aquí en este momento. El deseo, siempre único e irrepetible, es la constante que nos moviliza; la honestidad, a veces, es negar la existencia. Ambos quedan suspensos en el cielo de la boca, esperando ese exhalar que les facilite en sonido o caricia.

La luz nunca se pregunta el origen del fuego.

 

III

Conducimos en un Cadillac rosado de asientos blancos y, no, no es una canción de Bruce Springsteen. Somos una gota de Pepto Bismol sobre ruedas. Uma deja su cabello ondular entre la franja de viento que vamos abriendo con la velocidad. La miro y pienso en el tiempo que llevamos juntos: a penas, unas horas calvas. Su boca, dibujada por el intenso rojo del lápiz labial, viaja en una sonrisa. Me percato de que el paisaje que vamos rebasando asemeja una dentadura disforme. Nada, en este momento, me parece más maleable que el tiempo. Entonces, avanzamos en espacio.

—¿Cómo dices se llama el hombre qué vamos a conocer? —pregunto.

—No he mencionado el nombre —dice, sus ojos fundidos tras dos planetas de vidrio ambarino que le hacen de gafas—. Y ya yo le conozco; tú eres el extraño aquí.

La sinceridad a veces sobra. Es la historia natural del modo.

 

Imagen: Gerard Ellis.