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Por Elidio La Torre Lagares

Decir malas palabras resulta ser un mecanismo tan antiguo como los tiempos en que apenas los humanos teníamos lenguaje. Steven Pinker, psicólogo de la Universidad de Harvard y autor de The Stuff of Thought, dice que maldecir equivale a una reacción tan natural como el maullido de un gato al que se le pisa el rabo.

Maldito por naturaleza con la insidia de la duda, le pregunté a mi gata y dijo: “Miau”, que debió significar algo así como @#*%, o !@#*.

Resulta que con la evolución de nuestras cuerdas vocales y, sobre todo, con la necesidad de crear un lenguaje para explicarnos el entorno, llegó la palabra soez en sentido degradado –palabra obscena, pero poderosa que, incluso, según un estudio reciente realizado entre 64 estudiantes de la Universidad de Keele, en Inglaterra, es el analgésico natural para sobrellevar el dolor.

Maldecir, sacarse un &%* o un #!#% cuando el cuerpo te lo pide, alivia.

Hace la situación menos angustiosa o tortuosa. Te empodera. Te iguala ante la adversidad. Hace, sin duda, llevadero el dolor. Porque, claro, es la palabra: siempre la palabra, como el verbo que se hace carne, el encantamiento, hechizo o conjuro que se invoca cuando se dice.

De algún modo, todos somos brujos al final.

Por eso, yo digo: ¿les tomó tanto a los científicos y psicólogos averiguar algo que mi madre sabía desde los primeros síntomas de parto antes de yo nacer?

Yo creo que los humanos, luego de descubrir el fuego, también formulamos otra manera de creación: la maldición. No vamos, claro, a especular que diría Adán a Eva cuando los expulsaron del paraíso por culpa de la última, ni lo que ésta pensaría cuando le dijeron: “Parirás con dolor a los hijos”, y mucho menos lo que ella dijo, como mi madre, cuando le tocó parir. El asunto al que quiero llegar es que es el lenguaje lo que nos sostiene, nos hace y deshace, nos crea y recrea. En fin, siendo el lenguaje una ficción en sí mismo, podemos concluir que ese poder que nos reafirma en la palabra también fortalece nuestras carencias. Toda palabra debe ser algo así como ausencia de algo.

Por eso, el divorcio de lo que se dice y lo que se quiere decir es inevitable. Un buen %*&^ puede ofender a alguien, pero quien lo dice lo articula más como un acto de liberación (la impotencia es una cárcel) que como ofensa misma.

Somos así.

Por eso, no hay palabras malas, sólo la posibilidad de decirlas con malas intenciones.