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Por Juan Dicent

El papá empezó a beber en el río. La cerveza le dio frío, cambió a romo. Nada hay como beber en un río. El agua hasta el pecho, no hay olas que te tumben el trago. La combinación de agua fría con el calientico que baja en cada trago es confortante. Cuando sales del río es que te das cuenta lo borracho que estás. La mamá se bañaba con los niños en lo bajito. No usaba trajebaño, el papá decía que tenía el culo muy indecente; ella cortaba unos jeans por la rodilla y se ponía una franela con brassiere. Un hombre con su esposa se bañaba cerca de la familia.

—¿Esos son su sijo?
—Sí.
—Pero uté tá muy joven.

Esa fue toda la conversación. El papá trataba de agarrar una jaiva metiendo sus manos, esquivando muelas, en los hoyos al lado de las piedras que servían de trampolín para los clavados. Miró hacia su familia, salió del río con otra cara. La mamá se dio cuenta y salió también. Fin de la diversión. Apenas eran las dos y el papá empezó a meter todo en el carro. Tiraba las cosas sin orden. No contestaba nada de lo que se le preguntaba. Al niño más chiquito le dio un boche porque empezó a llorar cuando vio que se iban con el sol allá arriba.

El camino largo, el carro un solo silencio. La mamá quería pararse en Jacaranda para que los niños orinaran y comprar un dulce de leche con guayaba.
—Que se orinen en lo pantalone…

En la casa el papá agarró a la mamá de la mano y la empujó hacia la habitación. Los niños escuchaban los insultos sin comprender, compartiendo la incertidumbre, la angustia, el miedo. “Fue porque mamá habló con ese hombre y esa mujer”, le dijo el niño más grande al niño más chiquito. Siempre pasaba lo mismo. El día de fiesta empezaba con risas, luego romo y terminaba con insultos.

De repente la puerta de la habitación se abrió y la mamá salió, agarrando a los niños, corrieron hacia la casa de la vecina. El papá salió en pantaloncillos con el rifle de perdigones que usaba para matar pajaritos en la mano. Miraba a todas partes buscando afuera de su cabeza la razón de su enojo, la causa de su imbecilidad. La mamá y los niños miraban escondidos por persianas a medio cerrar con cortinas de vergüenza. El papá caminó en círculos hasta pararse en la misma esquina como un policía de tránsito.
—Por aquí no pasa nadie coñazo…

Varios carros daban riversa o se detenían, dependiendo del humor, continuando la burla. Un hombre en una camioneta con algo que hacer en otra parte se bajó y caminó directo hacia el borracho.
—Bueno pue yo si voá pasá.

El borracho lo miró y midiendo, con la parte sobria del cerebro, con cobardía, las consecuencias de su respuesta abrazó al hombre diciéndole:
—Uté puede pasá amigo que uté e mi compadre.

El show de un borracho en pantaloncillos amenazando al aire con un rifle de perdigones era demasiado atractivo para que la gente se lo perdiera. Todomundo estaba en la galería mirando la terrible intimidad de la familia expuesta ese domingo como las vísceras de un animal de monte atropellado en la carretera. Un vecino se compadeció y fue hacia el borracho, habló con él y lo convenció de regresar a su casa vacía.

Le tomó una semana a la mamá reunir el coraje para hacer lo que tenía que hacer. Al niño más chiquito lo llevó a casa de sus abuelos maternos, al niño más grande lo llevó a casa de abuela paterna; después se fue a trabajar para Nueva York. El niño más chiquito todavía recuerda despertar abrazado de su mamá, y la forma como el papá lo dormía meciéndolo en una mecedora cantándole, con mejor voz que Javier Solís, sus canciones favoritas de Cien Canciones y un Millón de Recuerdos.

 

Juan Dicent