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Por Néstor E. Rodríguez

K no me cree cuando le digo que conocí a la muerte y que ese mismo día supe que el mundo no se iba a acabar, como vaticinaban mormones, Testigos y aleluyas.

La Muerte era un viejo Lada del 74 tan destartalado que hacía quedar corta la gravedad de su fúnebre apelativo. De tanto ser pintada y vuelta a pintar la carrocería tenía el color opaco del metal corroído. Un espejo de bicicleta clavado a la mala en el borde interior de la capota hacía las veces de retrovisor. Los asientos delanteros no tenían cabecera, y el de atrás no era más que una maltratada banqueta de playwood forrada de formica.

De noche la orientación del camino dependía de una vieja linterna de sereno amarrada con alambres a la parrilla del radiador. Las puertas se aseguraban con una barilla de construcción atravesada a manera de tranca. Los cinturones, por supuesto, no servían. Cristal delantero: inexistente. Palanca de cambios: el cabo de un taco de billar. Sin duda la muerte se había visto a sí misma, pero perfeccionada, en esa triste carcacha rusa comandada por Nico por las calles de La Romana.

Había llegado desde San Juan con mi horda de boricuas dispuesto a pasar una Semana Santa sin igual. Alberto estaba como rejuvenecido por el bravo sol romanense. Cheo no acababa de recuperarse del sofocón que le habían hecho pasar en la aduana cuando quiso entrar dos botellas de Ron del Barrilito que traía de regalo para mis abuelos y el oficial de turno le dijo que para entrar eso a la República había que dejarle un pote a él, además de una caja de Winston, a modo de salvoconducto.

Gilberto, no faltaba más, pedía cerveza, y el bueno de Frankie trastabillaba cargando dos maletas enormes: una con su ropa y otra repleta de productos para el cuidado del cabello. El Abuelo estaba aburrido y hacía rato que se embicaba con desespero de una caneca de Palo Viejo que se empeñó en traer nadie sabe bien por qué, con todo el ron que se bebe en la República.

Eran las siete y Nico no llegaba. Matamos el tiempo echándonos unas cervezas al cuerpo. Antes de dos horas ya andábamos entonados. Nico llegó a las 9:30 muerto de la risa. A pesar de todo lo saludé de buen ánimo, como que hacía un año que no nos veíamos:

-¡Dímelo, qué lo qué! Por ahí andan los Animales-. El Nico soltó una carcajada:

-¡Qué dicen eso boricua!

Recogimos los corotos y nos encaminamos trabajosamente al parqueo. Tantas Presidente con la barriga en blanco habían hecho mella en nuestra solvencia motora. Gilberto, que no aguantaba el ayuno forzado, se atragantó las últimas dos cativías que quedaban en La Esquina de Yuvelky antes de alcanzar al resto del grupo.

En cualquier país del mundo un carro pequeño de cuatro puertas puede acomodar a cinco personas distribuidas de la siguiente manera: tres atrás y dos delante. En La República ese mismo carro pequeño de cuatro puertas puede expandirse hasta alcanzar las dimensiones de una Chevrolet Suburban, todo depende del tesón de los pasajeros y el ímpetu del instante.

Gilberto, harto como una pulga en lomo de yegua, se apresuró a acomodarse en el asiento del pasajero. Nico, que guiaba, hizo lo propio. El Abuelo, Alberto, Cheo y yo nos apretujamos en la banqueta de playwood mientras Frankie se afanaba por acomodar sus dos maletas enormes en el baúl. Con trabajo pudo cerrarlo y procedió a buscar espacio en el vehículo. El segundo entre no encontrarlo y lanzarse de cabeza sobre nosotros resultó inaprensible. Así las cosas, arrancamos rumbo al pueblo. De éste sólo se distinguían las luces del Central, puesto que todo lo demás estaba envuelto en la más absoluta tiniebla. –El pan nuestro de cada día-, señaló Nico súbitamente pío.

Frankie nunca había estado en la República y todo cuanto veía le parecía espectacular. Extasiado por el paisaje de estrellas que le negaba su barrio de Roosevelt en Puerto Rico, empezó a cantar uno de esos boleros terribles que se sabía de memoria por culpa de su familia: ‘Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar. Y al mar…’

-Ya empezó este hombre con sus boleros, sea la madre-, rumió Cheo.

Frankie seguía con su acto sin prestar atención a la queja, ahora general. Cuando acabó la canción ya la vista de los cañaverales y la noche lo habían transportado a una dimensión a la que ninguno de nosotros podríamos acceder aunque hubiéramos querido. Nuestro amigo había entrado en trance, vagaba perdido por los dominios del Bacá.

Nada podía habernos preparado para lo que ocurrió después. En un abrir y cerrar de ojos, y con una agilidad de la que nadie lo sabía capaz, Frankie se impulsó hacia fuera sujetándose del maletero. Antes de que pudiéramos reaccionar ya tenía medio cuerpo fuera del Lada conducido como un bólido por Nico.

Gritamos que parara, que el hombre se iba a matar. Pero, ¿cómo detener un carro a 120 kilómetros por hora sin que el intrépido equilibrista saliera disparado hacia el pavimento? Había que aminorar la marcha con cautela para que nuestro alocado compinche, que ya trepaba completamente encima del carro, no padeciera demasiado con la temeridad de su peripecia.

El tiempo que le costó a Nico detenerse se sintió como una eternidad. Dos policías que venían sin luces en un Honda 70 dieron la vuelta y nos pidieron la cédula. No valieron ruegos, convites a beber, sobornos. Nuestro amigo estaba condenado a pasar la noche entre chulos y uxoricidas en la cárcel del pueblo. Había osado crucificarse al viento sobre la capota de La Muerte. NR

 

Nestor