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Por Elidio La Torre Lagares
Y allí, en medio del mar, flotaba yo con mi pérdida y mi recuerdo de aquel día de playa en que la muerte se hizo vecina. Era una gira familiar de la logia a la que mi padre pertenecía y yo, fascinado por el nado con máscara y tubo, me dejé ir entre las olas como si perteneciera a ellas. Cuando levanté la mirada, la costa me parecía un horizonte inalcanzable. No sé quién ni cómo, pero alguien que nadaba por allí me sacó del agua y me negó el mismo destino que sufrió Flebas el Fenicio.

Teme a la muerte ahogado. La profecía de Madame Sosostris.

Y ya, cuando se vuelca el bote banana –siempre se vuelca cuando uno no lo espera-, regreso a aquel momento tan cercano a una de las visitas primeras de la muerte.

Miro alrededor y todo lo que veo es mar y cielo.

Olvido el llanto de las gaviotas, y el profundo mar henchido, y las ganancias y pérdidas. Flebas el Fenicio fue comida para los peces, pero yo vengo a recuperar los jirones del alma que perdí de niño.

Estoy solo con el universo. Nada existe alrededor mio. Siempre debe haber sido así, pienso.

Una corriente bajo el mar levanta un susurro.

A mi lado, mi hija nada. Mi mundo en la inmensidad solitaria del mar. No tiene miedo. Veo sus ojos. Son mis ojos. Todo entra en un orden superior, una coreografía acuática dentro de esa experiencia de lo insignificante y minúsculos que somos en la tierra. Nos hacemos uno.

Braceamos hacia el bote con el sol dando en nuestras nucas.

Soph vuelve con la adrenalina indómita. Yo retorno en paz.

Y con salvavidas.

 

Foto: Autoretrato en el mundo de las sombras. Rincón.