aidaPor Néstor E. Rodríguez

Entre los escritores que estremecen los cimientos del edificio del poder dictatorial en la primera mitad del siglo XX, pocas veces se ubica a Aída Cartagena Portalatín (1918-1994). La omisión de este nombre en la crítica y la historia literaria comprometida con la cartografía de ese periodo es sumamente significativa dado el marcado carácter iconoclasta que exhibe la producción poética de Cartagena en la década del cincuenta.

Aludo específicamente al brevísimo poemario que publicara en 1955 con el título de Una mujer está sola. El análisis de los textos que lo integran apunta a la problematización de la estabilidad del sujeto dominicano privilegiado por los ideólogos del régimen. A mi modo de ver, esta maniobra crítica patente en la poesía de Cartagena se efectúa por medio de un doble movimiento que incluye, por un lado, el llevar a un primer plano la discusión en torno al lugar de la subjetividad femenina en el esquema social de la época, y, por otro, el reafirmar la capacidad del individuo para evadir desde la letra la moral institucional del trujillato.

Vinculada durante los años cuarenta al grupo de La Poesía Sorprendida, Cartagena se aleja con Una mujer está sola del hermetismo y el impulso esteticista que caracteriza su producción anterior para inaugurar un ciclo creativo marcado por lo que se podría denominar una política de la vivencia.

En esta etapa de su producción, que en mi opinión se extiende hasta En la casa del tiempo (1984), la poesía de Cartagena revela un cariz subversivo con respecto a la norma cultural vigente. La lectura minuciosa de “Estación en la tierra”, texto con que inicia Una mujer está sola, puede servir para ilustrar esta dimensión crítica de la poética literaria de Cartagena a partir de los años cincuenta.

“Estación en la tierra” da el tono de lo que será una constante de lectura en el resto del poemario: la afirmación impetuosa de un “yo” femenino que va a controlar de principio a fin la perspectiva poética: “No creo que yo esté aquí demás./ Aquí hace falta una mujer, y esa mujer soy yo./ No regreso hecha llanto./ No quiero conciliarme con los hechos extraños”.

La declaración de injerencia histórica en esta voz poética femenina afirma la ruptura con ciertos patrones de normalización ideológicos: “Antiguamente no había despertado./ No era necesario despertar./ Sin embargo, he despertado de espalda a tus discursos,/ definitivamente de frente a la verídica,/ sencilla y clara necesidad de ir a mi encuentro”.

En el poema de Cartagena el enemigo es una preceptiva innominada con la que es preciso romper, y esa ruptura activa en la persona poética un proceso de conocimiento interior cuyo desarrollo implica una crítica, si bien sesgada, al totalitarismo imperante, específicamente en su dimensión colonizadora de subjetividades: “Ahora puedo negarte./ Toda soy de ventanas,/ limpia, libre y clara de frente al campanario/ de los oficios de los vivos y de los muertos”.

La imagen del campanario, con todas sus connotaciones de inmovilismo y antigüedad asociadas a lo doctrinal, tiene el efecto de apuntalar aún más la libertad del sujeto para organizar a su antojo su geografía interior sin la intervención de ese orden superior ahora negado: “Y siento la necesidad de las cosas pequeñas,/ de esas cosas pequeñas que no trepan/ como si tuvieran medido el sitio,/ sino que se esparcen como los árboles ardidos”.

Como se ve, en la lógica existencial del sujeto poético se prescinde de los itinerarios reglados; de hecho, los últimos versos “Estación en la tierra” subrayan como la única norma la espontaneidad propia de los desplazamientos contingentes: “Estación de verdad que me incorpora/ y rechaza el propósito de descubrir el Código/ que sentencia la vida detrás de tu cortina”.

Es reveladora la alusión que se hace a la insolvencia de ese “Código” que insiste en su fijeza. Parecería que el mismo hubiese perdido su impulso coercitivo, su valor de ley. Se trata de indicios que confirman en la poesía de Aída Cartagena Portalatín una clara voluntad de asedio al modelo de cultura que prescribía la intelectualidad colaboracionista de aquel entonces.