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Por Juan Dicent

Marcelino de niño era gago. Como no podía discutir, cuando se enojaba arrojaba cualquier cosa que tuviera en las manos, desde un cuchillo hasta un vaso de jugo de avena con zanahoria y remolacha; si la discusión era mientras jugábamos pelota, lo mejor era estar lejos de él con un bate. Es mi tío, somos de una misma edad y, aunque él fue engendrado con amor, parecemos hermanos. Si yo imito su gaguera la gente cree que habla con él por teléfono.

Marcelino y yo éramos inseparables. Cada verano buscábamos trabajo recogiendo piñas en la parcela de Don Chiche; trillando arroz en la factoría de Don Sabá; tumbando mangos para venderlos en el mercado con temor a la escopeta de Don Aridio; arando detrás de dos mulas un pedazo de tierra que nos regaló Papalao; moliendo, con uñas condimentadas toda la semana, ajíes, cebollas, ajos, verduras y otras vainas verdes en la enramá convertida en fabrica de sazón criollo Doña Morena. Una tarde, sentados en nuestra tierra, comiendo tomates de la mata con un grano de sal, me dijo:
—Que que que cu cu cuando yyyo yo que que que ca ca canto no no que que que ga ga gagueo.

Los domingos íbamos al parque al atardecer. La banda de música de los bomberos convertía en pambiche a Beethoven, nosotros devorábamos nuestra ganancia semanal en pizzas y helados. Después, con ojos estrenando la pubertad, mirábamos los colores jalándoles los cabellos a las niñas más bonitas corriendo escondiéndonos en el túnel de árboles donde los novios comían gallina. Así conocí a Natalia. Había llegado a Bonao esa misma semana y todavía conservaba ese airecito de ciudad que pronto sería sustituido por el aroma del cacao. Cuando le jalé los cabellos ella no gritó, se quedó mirándome sonriéndome y yo no pude correr, y ella agarró mi mano sucia, y nuestro primer beso. Desde ese domingo dejé de andar con Marcelino los domingos. Desde ese domingo la esperaba en el parque comiéndome las uñas. Desde ese domingo, todas las noches, antes de dormirme, evoco esa boca.

 

Juan Dicent